lunes, 27 de junio de 2016

Denuncia, pánico mediático y criminalización de la protesta

Por Ricardo Viscardi


I

Las muertes que sobrevinieron tras la represión en Oaxaca despertaron, junto con una multiplicada condena internacional, la inquietud por la reiteración de una justificación a posteriori de la masacre, que nuevamente rebate la responsabilidad sobre las víctimas.[1] En este caso la imputación era por demás previsible: grupos de infiltrados habrían desencadenado el enfrentamiento con armas de fuego desde las filas de los activistas. La consabida justificación de los asesinatos (tantas veces empleada en el Uruguay para presentar los asesinatos en manifestaciones callejeras como culpabilidad de las víctimas) queda, desde ya,registrada como “criminalización de la protesta” y no meramente como “provocación” o “intentos de amedrentar a las fuerzas populares”.

Un cambio en el registro de la coacción represiva lleva a identificarla con una imputación jurídica (“criminalización”) y por otro lado con una costumbre social genuina (“protesta”). La amplitud del escenario que abarca la dinámica de la dominación se eleva así por encima de la mera acción policial y encara la órbita jurídica, por un lado, mientras por el otro se hace tan cotidiana como un disgusto entre vecinos. ¿No protestamos, incluso, en familia?
Publicando en este blog el texto de una intervención dedicada a la “criminalización de la protesta”,[2] señalaba hacia fines del año pasado que tal transformación de la regulación represiva tiene lugar también en el ámbito jurídico, que supuestamente debiera laudar con ecuanimidad, más allá de apreciables errores de apreciación. Tal puesta en cuestión de la ecuanimidad surgía, atestada por una investigación sobre la “influencia de los medios de comunicación en la justicia”,[3] de la creciente gravitación de los estados por los que transita la opinión pública sobre el conjunto de los procedimientos jurídicos. Influjo que se reflejaba, a su vez, en el propio fallo dictado por un juez.
Aquella actualización de este blog revertía en su propio título (“Medios de dominación”) la óptica de la investigación que tomaba como antecedente, en cuanto hacía pie en un estudio que se refería a la influencia de los medios de comunicación en la justicia. Se sostenía por el contrario en “Medios de dominación”, que desde la progresión propia al proceso letrado en su forma tradicional (el juez estudia las actuaciones, falla y publica el veredicto), hasta el efecto que llega a alcanzar al presente la transmisión previa y mediática en el pronunciamiento del juez (entrevistas periodísticas ante el juzgado, declaraciones de los involucrados y allegados, memoria periodística de los antecedentes), intervenía un cambio de la sensibilidad pública. Pareciera caprichoso sostener, sin admitir esa transformación del registro ético colectivo, que tal transformación del proceso institucional por excelencia (el proceso jurídico) pudiera llegar a incorporarse a la propia perspectiva de los magistrados actuantes.

Asimismo la anterior conclusión cambia el plano de la problemática que inicialmente se puso a consideración, en tanto que “influencia de los medios de comunicación sobre las actuaciones judiciales”. En verdad son las actuaciones judiciales las que progresivamente pasan a incorporarse a los procedimientos públicos a través de los medios de comunicación. Sino vease no sólo la discusión entre el Presidente de la Suprema Corte de Justicia y el Ministro del Interior,[4] o la influencia de reportajes “sobre el terreno” o de videos de aficionados, por no hablar de las cámaras que sostendrá el propio uniforme policial [5] y las que barren las zonas más sensibles de la privacidad propietaria. Ninguna condición del habitus como relación entre principios y costumbres, tal como lo entendía Husserl,[6] puede transitar por una cotidianeidad tan preponderante sin concederle, al paso de los días y las horas, una parte congruente de integridad moral.

II

La misma incidencia que alcanza entre la población la motivación mediática de las costumbres, parece indicar que al día de hoy nada influye tanto, en la condición relativa a otros -es decir pública- de un individuo o de un grupo, como el señalamiento de actuaciones relativas a un patrón de conducta. Incluso porque no reviste una condición acotada institucionalmente, tal alteración puede admitir una acepción que pauta la relatividad propia a las condiciones ciudadanas: “desestabilización”, término que asciende en el uso junto con el influjo tecnológico del poder desde los años 60'. En cuanto la conducción de las instituciones se ve crecientemente instruida por la opinión pública, toda protesta llevada suficientemente lejos en recepción, se puede transformar, mutatis mutandi, en denuncia.

El paso al estado de denuncia no depende, a partir de la mera protesta, de una inscripción o lectura en términos de código jurídico, propio de la representación institucional, sino de la difusión mediática que alcance en términos masivos o interactivos -eventualmente conjugados, que puedan llegar a incidir en un segmento decisivo de destinatarios. El grado de impacto público alcanzado corresponde, tanto como cierta índole de asuntos interpelada, a una difusión mediática suficiente entre un segmento de opinión relativamente involucrado. Los procedimientos institucionales suelen presentar, bajo la forma de recursos jurídicos, reclamos, o incluso bajo forma de observaciones sobre procedimientos, numerosas protestas que no llegan nunca al grado de denuncia, por más que puedan ser fundadas y de entidad.

Sin embargo una protesta que cuestione los fundamentos de un status quo determinado, como fue el caso de la ocupación estudiantil del Codicen protestando por un presupuesto recortado puede,[7] a condición de revestir la suficiente difusión pública, convertirse en amenaza de denuncia si cunde entre un contexto mayor, con relación al destino inicial de la protesta. En cuanto este gradiente de difusión mediática engrana la contundencia del efecto masivo necesario para activar la criminalización de la protesta, cierta manipulación de la información se distingue de la tradicional escenificación coercitiva de la fuerza pública.

Algunos rasgos permiten identificar esa manipulación de la opinión pública con fines desviantes:
a) La desproporción entre un reclamo y la respuesta punitiva que suscita
b) La judicialización de la conducta impugnadora
c) La reducción de las reivindicaciones a normas de procedimiento
d) La inversión de lugares entre víctima y victimario

III

Incluso un mero artículo de opinión puede convertirse, difusión estratégica mediante, en amenaza de denuncia que se amplifique y vuelva difusos los contornos de una conducción, concitando ecos y resonancias imprevisibles para el horizonte de una hegemonía. Un ejemplo reciente lo ofrece la difusión de la diferencia salarial entre las remuneraciones que perciben los docentes de la educación pública (primaria y secundaria) y las remuneraciones de diputados y senadores del mismo país, mediante la simple puesta en paralelo entre los más diversos estratos de la población.[8] Ciertas reacciones desmedidas obedecen, entre autoridades y responsables, al pánico mediático que suscita la propia virtualidad informativa, concomitante gracias al incremento del potencial tecnológico, a una creciente orientación ética de las actuaciones periodísticas.

Sería tan erróneo suponer que toda protesta, por serlo, cuenta con razones que la autoricen, como olvidar que quienes ejercen potestades pueden, ante el fardo de una imputación incontrolable en sus efectos, ceder a la tentación de transferirla a terceros en carga represiva, bajo forma de criminalización de la protesta. Contrariamente a lo que sucede con una protesta descalificada por la propia inocuidad, la actuación desde potestades atribuidas por otros conlleva una carga de consecuencias inconmensurable, en razón de la desigualdad constitutiva que siempre interviene entre el jerarca y el común.

IV

La justa apreciación de la incidencia de la condición mediática en el desarrollo de los asuntos públicos y la sensibilidad colectiva no avanza sin remociones paradigmáticas. El desarrollo tecnológico que pauta la interacción pública al presente es medular para la propia retroalimentación de la tecnología y no es compatible con el criterio de reciprocidad orgánica que constituye la representatividad institucional. Un mundo instantáneo en la pantalla es al mismo tiempo un mundo sin límites externos.[9] El margen de transformación material que regulaba una secuencia de períodos y etapas, ha dejado lugar a un no-lugar post-industrial, de interfaz y resonancia.[10]

En esa transformación señaladamente imaginaria de la mediación pública, al tiempo que se desarticulan los macro-corporativismos (estados, ideologías, partidos) se concita, ante los desamparos que acarrea la imposibilidad de transferir el destino individual a un horizonte histórico, la agrupación microcósmica de intereses amenazados por el intercambio global, es decir, impredecible en sus límites. Un ejemplo clásico de esa transferencia de resguardo que pasa de derecha a izquierda, o de centro a extremo, sin otro criterio que una salvaguarda particularista de intereses, lo ofrece el tránsito de la base electoral del otrora poderoso partido comunista francés, servida al nacionalismo ultraconservador de un Le Pen.

Entre el facilismo adaptativo de la derecha que celebraba “autorutas de la información” -cuando conducen vertiginosamente al precipicio mercadocrático- y la aprensión que aqueja a una izquierda ante el poder de los medios, que ha tenido históricamente por enemigos, el margen para elaborar un conducción equilibrada de la interacción es escaso. Conviene recordar que la identificación del cuerpo social con un todo articulado y puesto en perspectiva es un efecto utópico de las utopías. Puede llegar, por un defecto tan virtual como inadvertido, el despertar a la derecha de los que se creían avanzada del proceso histórico, de forma tan súbita como un efecto de pánico mediático.



Notas:

[1] “Peor” Montevideo Portal (21/06/16) http://www.montevideo.com.uy/auc.aspx?312033
[2] Viscardi, R. “Medios de dominación” http://ricardoviscardi.blogspot.com.uy/2015/11/mediosde-dominacion-1-1a.html
[3] Leblanc, G. “Du modèle judiciaire au procès médiatiaque» (1995) Hermès 17-18, 63-72, Editions du CNRS, Paris.
[4] “Bonomi pide reunión a la Suprema Corte de Justicia tras duro cruce de declaraciones” Subrayado (24/03/16) http://www.subrayado.com.uy/Site/noticia/43230/bonomi-pide-reunion-a-la-suprema-corte-tras-duro-cruce-de-declaraciones
[5] “Ministerio del Interior compró cámaras para filmar procedimientos policiales”, El Observador (06/06/16) http://www.elobservadormas.com.uy/noticia/2016/06/06/41/ministerio-del-interior-compro-camaras-para-filmar-procedimientos-policiales_921345/
[6] Husserl, E. (1947) Méditations cartésiennes, Vrin, Paris, p.65.
[7] Ver en este blog “El Palo Amplio: la Noche de la Nostalgia pachequista” http://ricardoviscardi.blogspot.com.uy/2015/08/elpalo-amplio-la-noche-de-la-nostalgia_24.html
[8] “Políticos eligen la salud privada” El País (20/08/15) http://www.elpais.com.uy/informacion/politicos-eligen-salud-privada.html
[9] Ver respecto al criterio de substitución de la infinitud externa por la infinitud interna del lenguaje, Derrida, J. “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas” en La escritura y la diferencia, p.385 https://filosinsentido.files.wordpress.com/2013/06/derrida-jacques-la-escritura-y-la-diferencia_ocr.pdf (acceso el 26/06/16)
[10] McLuhan, M. Powers, B.R. (1993) La aldea global, Gedisa, Barcelona, pp.153-154.

lunes, 13 de junio de 2016

Ciudadanos

Por Soledad Platero Puig

“No estamos yendo a una regulación de precios ni nada en esa línea; esto es control ciudadano de precios”, dijo el subsecretario de Economía y Finanzas, Pablo Ferreri, durante la presentación de Preciosgub, una aplicación que permite al usuario comparar precios de diversos artículos en los comercios, tomando en cuenta distintas variables (la zona, la marca). Todavía no es claro si la aplicación funciona tan bien como promete, pero la idea es muy buena: los comercios en los que el artículo buscado está más caro aparecen resaltados en rojo, y los que tienen mejores precios son señalados mediante una estrella o un diamante. Si a esa calificación primaria se le suma la ubicación en el mapa, que permite al comprador saber hasta dónde tiene que moverse para conseguir la mejor oferta, y el hecho de que también puede comparar canastas (es decir, varios artículos agrupados), parece claro que el telefonito cargado con la aplicación se transformará en una herramienta casi tan útil como el viejo método de recorrer ferias y supermercados con implacable y certera mirada de ama de casa. El único problema (suponiendo que la aplicación funcione como es debido) es que sólo serán ciudadanos, a efectos de ejercer el control de precios, quienes tengan un celular inteligente y conexión a internet.
La tecnología es la gran fantasía democratizadora de nuestro tiempo. Nos permitirá (algún día, cuando las leyes se hayan modernizado lo suficiente) compartir cultura, imprimir órganos, churrascos y apartamentos, poner y sacar gobiernos sin movernos del sillón del living, comparar precios y, seguramente, conseguir que el pedido del súper, armado sólo con las mejores ofertas, llegue a casa sin que tengamos que ir a buscarlo. De hecho, la tecnología para hacer posible cualquiera de estas cosas ya existe, y sólo detalles más o menos significativos (algunas normas jurídicas, algunos problemas de costos) nos mantienen aún lejos de ese paraíso sin conflicto y sin sufrimiento.

Cuando yo era niña me fascinaban las ventajas con las que contaban Lucero y Cometín Sónico, los más chicos de la familia Sónico. Cualquier cosa que se les antojara comer salía, ya pronta, servida y calentita, de alguno de los relucientes electrodomésticos de su cocina. Y aunque la familia tenía una mucama eficiente e incansable a la que todos parecían querer mucho, no escapaba a la comprensión de nadie que se trataba de un robot. Nadie humano parecía sacrificarse para que los Sónico tuvieran una vida libre de complicaciones fastidiosas (excepto, claro, las complicaciones derivadas de los lugares de género del padre y la madre). Todavía recuerdo el desagrado con que recibí la observación de alguno de mis mayores, que me hizo notar que en algún punto de esa cadena tenía que haber alguien que hiciera el trabajo. En algún lugar alguien había ordeñado la vaca (o limpiado la máquina ordeñadora) que proporcionó la leche para el helado, alguien había hecho el helado, alguien había armado la hamburguesa. Aunque todos los procesos estuvieran automatizados, en algún punto, siempre, estaba, invisible y secreto, el trabajo de alguien. En ese sentido, mucho más brutal (mucho más honesto) era el paraíso de Los Picapiedras: dentro de cualquiera de sus artefactos domésticos había un animal prehistórico que lavaba, trituraba o planchaba para hacer más sencilla la tarea de Vilma.

El problema de pensar que las injusticias o las avivadas pueden corregirse con tecnología y control es que se parte de la base de que la injusticia es un error del sistema, y no una falla inherente a su funcionamiento. En un mundo ideal (en un mundo de historieta, en un mundo que no se cruza en ningún punto con las realidades paralelas de los que están afuera del paraguas civilizatorio) es posible controlar los precios mediante la acción responsable y consciente de ciudadanos munidos de tecnología y vacunados contra la infección de la publicidad. Tan posible como abrigar a los desabrigados mediante percheros solidarios o alimentar a los hambrientos mediante heladeras comunitarias proporcionadas por los dueños de restaurantes. Tan posible como disponer un arsenal de técnicos para contener a un estudiante violento que se muestra incapaz de cursar el sistema educativo sin agredir a los docentes. Lo malo es que ese mundo maravilloso no se parece demasiado al mundo en el que viven unos cuantos, así que, cuando queremos ver, alguien protesta porque la aplicación no carga, otro alguien no sabe lo que quiere decir “aplicación” (y no tiene idea de cuánto cuesta el litro de aceite, porque compra suelto lo que puede, cuando puede), algún desubicado tira y pisotea las bufandas solidarias y algún otro impresentable come lo que no necesita o escupe el plato del que viene detrás. No se puede tener un mundo eficiente y bien aceitado con tanto maleducado, tanto menesteroso y tanto ignorante en la vuelta. Las formas que nos damos para evitar decir que el capitalismo de mercado es injusto y salvaje, que deja a millones en el mundo no sólo fuera de sus beneficios sino fuera de las más básicas condiciones de supervivencia, ya alcanza extremos ridículos. Nos organizamos para combatir el mal con medidas correctivas que, en última instancia, sólo pueden funcionar con la buena voluntad de los beneficiarios, sin considerar si esa buena voluntad es esperable. Nos encanta ser buenos y ser modernos, y estamos dispuestos a todo con tal de no poner en discusión un modelo de crecimiento constante evidentemente insustentable y que nos obliga cada vez a más esfuerzo y más consumo a cambio de más precariedad y más incertidumbre. Pero nos duele la injusticia, así que vemos con optimismo todas las iniciativas buenoides para compartir lo que nos sobra o para vigilar a los que nos quieren estafar. Se hace lo que se puede, aunque se pueda poco.

En estos últimos días he visto crecer expresiones asertivas que señalan (sobre casi cualquier tópico) que “es por ahí” o que, al contrario, “no es por ahí”; maravillas de la lírica militante que apuntan, como es obvio, a celebrar el buen camino y advertir del peligro de tomar el camino errado. Suelen hacer referencia a medidas concretas, porque lo concreto es siempre más fácil de evaluar. Yo confieso no saber muy bien por dónde es la cosa, pero reclamo que en algún momento volvamos a plantearnos no tanto por dónde sino para dónde. Que hagamos el ejercicio de ver si podemos enunciar que es para la justicia y la dignidad de todos, o no es. Que es para terminar con la explotación, con la miseria y con el abuso, o no es. Que es para terminar con los privilegios, o no es. Y punto. Porque ya cansa un poco eso de pedir disculpas antes de haber siquiera empezado a tomar una medida de choque.

Tomado de La Diaria

El discurso sobre el Marconi desde el Marconi

Ricardo Viscardi's photo.
Por Ricardo Viscardi

Quien suscribe titulaba el discurso de la modernización que llevaba adelante Jorge Batlle, en el año 1985 “El discurso sobre el Estado, desde el Estado”.(1) Se trataba por entonces, para tal discurso sobre el Estado, de hacer pasar la incorporación del magro Uruguay que quedaba tras la dictadura, al girón del capital transnacional. Esta obra ha avanzado notablemente, entre el último cuarto del siglo pasado y lo que va del presente, como lo ejemplifica la violencia que genera la exclusión en el barrio Marconi. Si el lector presume que la anterior afirmación forma parte de alguna catexia propagandística, se equivoca, ya que desde ahora, el propio discurso sobre el Estado lo vincula explícitamente al Marconi.

Por haber fracasado, según las declaraciones de Sanguinetti sobre la educación y el Marconi, la reforma de la educación que emprendió el mismo Sanguinetti (la “Reforma Rama”), el Estado no está lo bastante presente donde debiera (esto es en el Marconi).(2) Pero además está excesivamente presente en los períodos de gobierno frenteamplista, siempre según Sanguinetti, donde no debiera (por ejemplo en ANCAP). Tales afirmaciones motivan sin embargo una presunción de supuesto ¿quién decide en qué medida y adónde va el Estado?

Derrida señala respecto a las fundaciones constitucionales (instructoras de Carta Magna), que son esencialmente violentas, ya que suponen que alguien funda una entidad soberana y con ella el depositario de tal soberanía (la monarquía, la nación, el pueblo, etc.).(3) Sanguinetti nos deja en la más completa ignorancia acerca de quién decide adonde y en qué medida va el Estado, ya que si quien decide es la ciudadadanía, como tal, es el Estado como cuerpo electoral quien decide, ante sí mismo, adonde va el Estado. Pero si el Estado debiera estar en un lugar y no en otro, la entidad que decide donde y en qué medida coexiste con el Estado, no puede pertenecer al propio Estado, ya que de ser así, no gozaría de perspectiva sobre sí mismo.

El título “El discurso sobre el Estado, desde el Estado” señalaba la ironía que suponía perorar desde un partido político -de sí propio parte del sistema político que comprende el Estado como tal, sobre una modernización que disminuía el Estado, esto es, que lo convertía en un Estado “minimo” neoliberal. Al pretender vincular su Estado ubicuo con el del batllismo histórico Sanguinetti pretende avalar una falacia: que el proyecto batllista suponía una sinergia social que guiaba la del Estado, cuando ni las condiciones contextuales de aquel batllismo ni la propia ortodoxia batllista permiten sostener tal punto de vista.

Sanguinetti intenta disimular, bajo excusa de “liberalismo contra igualitarismo”, el oportunismo político con fines electorales (por cierto severamente malogrados en su caso) que toma por válidas las “pruebas Pisa”, pero desacredita los “indicadores de probreza”, pese a que esas dos referencias integran el mismo criterio de “medición por indicadores”. Desde esa óptica tecno-mundialista no debiera sorprender que respecto a la gestión frenteamplista Sanguinetti se desmarque tan sólo por una gradiente de “más o menos Estado” en uno o en otro lugar (más en el Marconi, menos en ANCAP). Tanto la “expertecnia”(4) frenteamplista como la “economía social de mercado” de Sanguinetti pertecen a un orden mundial que está por encima de los estados, pero no de Standard&Poors. 

Ajeno al Estado que en verdad corresponde a la globalización, el discurso del Marconi sobre el Marconi queda por cierto fuera del Estado, que sin embargo algunos pretenden que se ocupe de lo que pasa más allá de las instituciones. Empezar por admitir que en este estado de cosas, como lo afirma Vattimo, al presente “se han terminado los soberanos”,(5) quizás sea una buena vía para empezar a tener menos Estado por todos los lados y ante todo, por el Marconi.



1 Viscardi, R."El Discurso sobre el Estado desde el Estado" en ¿Hacia dónde va el Estado uruguayo? (1987) CIEDUR- Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, pp.207-250.

2Sanguinetti: “Falta Estado en el Marconi” (entrevista de G. Pereyra), El Observador, (30/05/16) http://www.elobservador.com.uy/sanguinetti-falta-estado-el-marconi-n917843

3Derrida, J. (2005) Force de loi, Galilée, Paris, p.109.

4 Viscardi, R. (2005) Guerra, en su nombre. Los medios de la guerra en la guerra de los medios, Editorial ArCiBel, Sevilla, p.69.

5Vattimo, G. “El final de la filosofía en la edad de la democracia” en Ontología del declinar (2009), Biblos, Buenos Aires, p.259.

sábado, 21 de mayo de 2016

Dueño de nada

Por Soledad Platero Puig

Uno de los problemas que se presentan, por ejemplo, en la discusión en torno a los derechos de autor, es la imposibilidad de medir el valor del trabajo intelectual. Sin embargo, es precisamente eso lo que está en juego, porque, ¿qué es lo que se obtiene gratis cuando se reproduce, por ejemplo, un libro? No el papel, ciertamente, porque las hojas de fotocopia siguen teniendo costo. Tampoco el  electrónico, porque quien quiera leer un material digitaldigitalizado contar con el dispositivo para hacerlo, y, hasta el momento, los únicos dispositivos que los estudiantes obtienen en forma gratuita son los que suministra la ANEP (y para esos dispositivos ya hay materiales obtenidos mediante convenidos diversos). Así, lo que se volvería gratuito en caso de consagrarse el nuevo marco jurídico sería la parte inmaterial del objeto. El trabajo, ni más ni menos. En el caso de un libro, el trabajo del autor, del editor, del diseñador, del corrector y del armador que participaron en lo que terminó por ser un volumen de texto.

No debería sorprendernos, sin embargo, que sea precisamente el trabajo la parte oculta o invisible en esta historia. La historia del capitalismo podría leerse precisamente como la historia del ocultamiento del proceso productivo o como la transformación del producto en un objeto mágico surgido de ninguna parte, sin dolor, sin sufrimiento, sin relaciones de explotación, sin violencia ni injusticia ni abuso.

El trabajo es siempre invisible porque el capitalismo de mercado necesita cosas que pueda cuantificar: productos, artículos, objetos. Por eso los servicios se pagan tan poco (¿cómo medir cuánto trabajo hace una persona que cuida a alguien, excepto midiendo las horas que le dedica a esa tarea, tan poco calificada?) y algunos productos, inherentemente inmateriales, como la creación intelectual, no pueden valorarse sino en función de la oferta y la demanda.

En estos días se procesa una discusión en torno al reclamo que el escritor Diego Fischer introdujo en la Justicia contra el grupo de parodistas Los Zíngaros. Fischer argumenta que la parodia (un género que varias legislaciones contemplan a la hora de hacer excepciones a los derechos de autor) usó en forma indebida material de su libro sobre Juana de Ibarbourou. El asunto se dirime en el juzgado (y será interesante ver qué pasa, porque en caso de que se le reconozcan al autor los daños causados puede venirse una avalancha de juicios iniciados por músicos cuyas melodías han sido usadas en el carnaval, sin permiso y sin escándalo, desde el fondo de los tiempos), pero mientras tanto se discute en foros y redes sociales. Alguien dice que el trabajo de un escritor de novelas es siempre creativo, a diferencia del que hacen un periodista o un biógrafo, meros contadores de hechos o circunstancias de la vida misma. No demora otro en responder que contar hechos es un trabajo enorme que requiere investigación, horas de bucear en documentos y de entrevistar a testigos o protagonistas, y que, en todo caso, trabajo por trabajo, el del investigador es más trabajo que el del creador de ficciones. El propio Fischer, para enfatizar el valor de su libro, explica que fue reeditado 28 veces y que vendió más de 30.000 ejemplares. Como sea, el problema sigue siendo el mismo: para dar cuenta del esfuerzo de un autor hay que recurrir a las horas de trabajo materialmente cuantificable, de desgaste físico hecho en polvorientos archivos o en horas de grabación y desgrabación de materiales y, finalmente, al número de ejemplares vendidos en el mercado. El trabajo intelectual en sí mismo y el trabajo material con el lenguaje no son percibidos como trabajo y no parecen merecer remuneración. (Una anécdota al pasar: cuando yo empecé a escribir sobre libros para un periódico de plaza de circulación gratuita, se me explicó que las reseñas, a diferencia de “las notas”, no se pagaban. La única remuneración del reseñista era el libro, con el que podía quedarse luego de haberlo leído y de haber entregado la reseña. El director de la publicación partía de la base de que leer un libro y comentarlo no constituían un verdadero trabajo, a diferencia de, por ejemplo, sentarse a conversar con alguien con el grabador encendido, hacerle preguntas y luego desgrabar la charla y transformarla en escritura. El trabajo verdadero, supongo, estaba en el esfuerzo físico de desgrabar).

En todo caso, la discusión alrededor de los derechos de autor expone problemas mayores que el de la mera propiedad intelectual, y deberíamos aprovecharla para pensar en ellos. Uno de esos problemas es, justamente, el del valor del trabajo. Y no sólo el trabajo inmaterial, porque a fin de cuentas tampoco se valora el trabajo del que pasa toda una jornada con el lomo arqueado cosechando papas, sino que se valora la bolsa de papas que entrega al final del día. El otro problema es el de la propiedad, a secas. Los nuevos tiempos han dotado de un aura especial a ciertos bienes (la cultura, el paisaje, el agua) y, por lo tanto, parece sensato reclamar su propiedad colectiva, no enajenable. Pero otras cosas siguen allí, protegidas por implacables salvaguardas que hacen impensable cuestionar sus derechos de propiedad. Es el caso de la tierra, por ejemplo.

No deberíamos engañarnos: vivimos una era caracterizada por la frase “quiero todo a lo que tengo derecho”, y “a lo que tengo derecho” -en ese esquema- podría traducirse como “cualquier cosa que exista”. Cada adelanto tecnológico, cada nueva aplicación, cada creación del mercado está ahí, ofrecida y tentadora para que yo sienta que no soy menos que nadie y que me asiste el derecho a poseerla (“toda persona tiene derecho a viajar”, dice un aviso de venta de pasajes). Pero eso no tiene nada que ver con derechos fundamentales, sino con una aceptación chata y acrítica del mandato consumista. Tanto como haya en el mercado puede haber para mí.

No veo la hora de que todos, con la misma convicción, reclamemos la tierra y el techo que nos corresponden, el pan en la mesa, la educación, la salud, la dignidad y la justicia. Yo estoy convencida de que toda propiedad privada tiene algo de robo. Quisiera saber cuántos me acompañan en esa convicción.


Tomado de La Diaria

miércoles, 18 de mayo de 2016

Más allá de Dilma: ¿Qué significa el “impeachment” en Brasil?

Voces Semanario's photo.No me interesa discutir si es un golpe de Estado o un procedimiento constitucional. Sólo un ingenuo creería que la destitución de Dilma Rousseff se basa en un asunto jurídico. O que podría ser evitada con argumentos jurídicos. Es más, ya ni siquiera es relevante lo que resulte del juicio político pendiente en el senado. La legitimidad y la credibilidad del gobierno de Dilma están hechas trizas y en eso no hay vuelta atrás.

Durante la votación en diputados, más del 60% de la población apoyaba el juicio político y sólo un 10% apoyaba al gobierno. Quizá por eso no hubo conmoción pública, ni movilizaciones masivas, ni siquiera un paro general nacional en defensa del gobierno.

La caída de Dilma, entonces, no la determinaron Témer, ni Cunha, ni los legisladores evangélicos, ni la poderosa y corrupta oligarquía brasileña. La determinó la indiferencia de muchos millones de brasileños, la mayoría de ellos pobres.

¿Cómo se llegó a esa situación?

Claro que no fue por el maquillaje de los balances. Pero está la corrupción, los sobornos, el “lava jato”, la desviación de fondos, las coimas, el escándalo de Petrobrás. ¿Qué importa que Dilma no se embolsara dinero? Era la Presidente y lo dejó ocurrir, permitió que los apoyos parlamentarios y la campaña del PT se pagaran con plata mal habida. Eso, en parte, explica el desgaste ante el pueblo, la pérdida de credibilidad, la indiferencia con que tantos millones de brasileños la vieron caer. Pero lo explica sólo en parte.

Está también –esto se ha dicho muchas veces- la política macroeconómica. La apuesta típica al capital financiero, a la inversión extranjera, a la extracción abusiva de recursos naturales, un programa funcional a las corporaciones transnacionales que dominan al mundo. En su periplo por el gobierno, el PT terminó soltando la mano de los “sin tierra” y de los sindicatos para estrechar la de gente como Témer y Cunha, o -peor aun- la de quienes controlan a Témer y a Cunha. Por eso no es de extrañarse que ahora haya extendido las dos manos sin encontrar a nadie.

Pero, ¿alcanzan la corrupción y las políticas neoliberales para explicar lo ocurrido? O, mejor dicho, ¿por qué tanto neoliberalismo y corrupción en gobiernos que se proclamaban “populares”?

Demás está decir que la caída del gobierno del PT, la derrota kirchnerista en Argentina, la pendiente autoritaria por la que se desliza Maduro en Venezuela y los devaneos de Cuba con Obama, implican un golpe moral e ideológico para las izquierdas latinoamericanas. Y no hablo sólo de frustración y desaliento políticos. Para muchos militantes, la debacle de los gobiernos de izquierda, más que un fracaso político, es una frustración vital profundamente dolorosa.
Una parte de esas izquierdas, la tradicionalmente autodenominada “revolucionaria”, suele explicar esos fenómenos con la hipótesis de la “traición”. La idea es que los pueblos son siempre intrínsecamente nobles, honestos y revolucionarios, y son las dirigencias políticas “reformistas” las que, por debilidad ideológica o por venalidad, pactan con el enemigo de clase y traicionan a “las masas” y a “La Revolución”.

¿Puede explicarse la crisis de las izquierdas americanas por la supuesta traición de los dirigentes devenidos gobernantes?

Probablemente sea una explicación demasiado lineal y voluntarista. Raramente los hechos históricos son determinados por una persona o por un pequeño grupo de personas. En cierta forma, sobre todo si se trata de regímenes democráticos, lo que ocurre arriba es reflejo de lo que ocurre abajo. O sea, lo que ocurre no puede explicarse solamente por la acción de cúpulas corruptas o “ideológicamente desviadas”. Para empezar, porque esas cúpulas no llegarían “arriba” si de alguna manera no sintonizaran con quienes están “abajo”.
¿Y si la cultura “de izquierda”, ese conglomerado de ideas, tradiciones, organizaciones sociales y partidos políticos que pretende expresar los intereses populares, no estuviera interpretando bien la realidad? ¿Y si incluso la dicotomía “izquierda – derecha” (entendida como “partidos de izquierda - partidos de derecha”) no diera cuenta cabal hoy de los problemas y los dilemas en juego?

Los intereses no son lo mismo que los gustos. Ciertos gustos pueden convertirnos en víctimas, en esclavos, o destruirnos. Así, quien tiene tierra, o un yacimiento de minerales, puede entregarlos a cambio de una renta que le permita satisfacer sus necesidades y gustos inmediatos. No faltará quien le diga que está haciendo una opción de negocios moderna e inteligente. Pero, ¿qué ocurrirá si la explotación de esos bienes los destruye? Aprender a reconocer los propios intereses (individuales y colectivos), distinguiéndolos de las aspiraciones más inmediatas y también de las creencias alienantes que otros nos proponen, es un proceso largo que tiene mucho de autoeducativo.

Sin embargo, la izquierda, el pensamiento supuestamente “crítico”, afirmando defender intereses populares, sigue prometiendo más bienestar material en un mundo que no resiste más consumo. Cuando nuestros gustos, ideas, sentimientos y creencias son publicitariamente diseñados para que deseemos lo que el mercado quiere vendernos, se pregona la espontaneidad de los sentidos y de los sentimientos. Cuando el poder lo controlan fuerzas económicas globales, se sigue planteando la política como una lucha contra decaídos partidos conservadores locales. Cuando debemos plantearnos objetivos colectivos, se estimula la reivindicación de derechos particulares. Cuando necesitamos repensar creadoramente el sentido de la vida social, se nos enseñan técnicas para manejarnos pragmáticamente con lo existente.

Algo no anda bien en la “cultura crítica”. Por eso no deberían sorprendernos los fracasos ni las derrotas.


Tomado de Voces

Mejor hablar de ciertas cosas


Por Soledad Platero Puig


 En estos días circula en las redes sociales una nota publicada hace un mes por el diario argentino La Nación en la que se cuenta la historia del gesto de una profesora de geografía que aprobó a una alumna que “no sabía nada”. Brevemente, la estrategia de la docente consistió en aprovechar los conocimientos que la chica tenía por su propia experiencia (los detalles de la producción de frutillas en los agronegocios de la Sierra de los Padres, en la provincia de Buenos Aires; las condiciones de vida de los trabajadores bolivianos y las diferencias con los argentinos) para permitirle sortear el obstáculo de una materia de la que no sabía nada y que necesitaba aprobar para pasar de año. La historia es verdaderamente conmovedora y deja varias moralejas. La primera, que toda persona es portadora de saberes que pueden ser jerarquizados y valorados aunque no se amolden a los rígidos formatos institucionales. La segunda, que la buena voluntad y la empatía de los docentes pueden hacer mucho más por los alumnos que la fría currícula académica. La tercera, que se desprende de las anteriores, que si todos ponemos lo mejor de nosotros, el mundo puede ser un lugar mucho mejor.

En el mismo sentido que esta aleccionadora historia funciona una viñeta que pretende ilustrar la diferencia entre igualdad y equidad: tres personas de distinta estatura (¿niños?) tratan de ver, parados sobre cajones del mismo tamaño, algo que ocurre al otro lado del muro de un estadio cerrado. Como los cajones son iguales pero las personas son distintas, sólo uno de ellos consigue ver con comodidad lo que hay del otro lado; el del medio a duras penas asoma la cabeza, y el más chiquito queda con la ñata contra la pared. La solución que propone la equidad es repartir los cajones con distinto criterio: en lugar de darle uno a cada uno (como, se supone, propondría la igualdad), se le quita el cajón al más alto para sumarlo al cajón del más pequeño, de tal manera que los tres quedan, como el del medio, con el muro a la altura del cuello. Finalmente, la solución es simple y todos pueden ver, sin grandes comodidades pero en forma pareja, lo que pasa del otro lado del muro. La moraleja, en este caso, parecería comparable al segundo hemistiquio del enunciado marxista que dice “de cada cual según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades”, y, en ese sentido, es irreprochable. Lo malo es que oculta algo fundamental: deberíamos tirar el muro. Deberíamos aspirar a dar cumplimiento, también, a la primera mitad del enunciado (la que exige de cada cual según su capacidad), porque esa es la única manera de asegurar que no nos pasaremos la vida apilando cajones para que los petisos de la historia puedan vislumbrar el luminoso mundo de los que están del lado de adentro del muro.

El recurso de la profesora de geografía que adaptó el examen a los conocimientos de una alumna evidentemente desfavorecida por el sistema es comparable a la solución de los dos cajones para el más bajito: una forma sensata y sensible de reparar una injusticia original y evitar castigar a alguien que ya venía suficientemente castigado. Pero lo cierto es que la niña de la historia no agregó conocimientos nuevos a partir de su experiencia educativa (excepto, claro, el nada menor de saber que sus propios conocimientos también valen) aunque haya, de todos modos, aprobado el año. La enseñanza no le dio lo que debía darle, y la compensación que la mantiene en carrera no puede suplir esa falta.

Una consecuencia del llamado “fin de los grandes relatos” fue, precisamente, el de dejarnos en una posición de constante incertidumbre respecto de lo que podemos pensar y hacer colectivamente. Creció -estimulada por la vieja ideología conservadora transmutada en nueva filosofía posideológica- la idea de que cada uno es responsable de lo que le toca, y ese principio, que tanto sirve para pontificar sobre innovación, liderazgo y emprendedurismo como para retirar culpas sociales de la exclusión y la miseria, alcanza también a lo que podemos hacer por los demás. Cada uno, decimos, hace lo que puede con su presupuesto. Si no puedo cambiar el sistema, puedo, por lo menos, hacer lo que esté a mi alcance para compensar algunos daños. Puedo donar dos pesos a la salida del súper, puedo no tirar basura a la calle, puedo darle una mano a una niña que no pudo estudiar para que igual salve el año, puedo poner dos cajoncitos debajo de los pies de alguien demasiado pequeño para asomarse por sobre un muro. Es, modestamente, lo que está en mis manos. Sin embargo, no es verdad que sólo podamos hacer eso, y mucho menos es verdad que hacer eso excluya la posibilidad (el deber) de hacer otras cosas.

Estos últimos tiempos vienen mostrando, aceleradamente, que la lucha de clases sólo está muerta en el discurso. Que los privilegiados siguen en guerra con los más jodidos, que no quieren mezclarse con ellos ni reconocerles los más mínimos derechos (no sé si vale la pena traer a colación, una vez más, el penoso incidente de la señora rica que no pudo garronear media entrada de cine por falta de una tarjeta “para mucamas”), que están decididos a arrasar con cualquier plan social (con cualquier cajoncito) al grito de “sinceremos la economía”, que no van a vacilar en usar las herramientas jurídicas, mediáticas o políticas que tengan a mano para conservar su posición de poder y mantener a raya a los advenedizos que quieren colarse a la fiesta. La lucha de clases existe y es despiadada, y nos encuentra discutiendo el derecho a fotocopiar libros o bajar películas sin detenernos un minuto a reflexionar sobre la propiedad en general, sobre su pecado de origen (¿en qué legalidad se funda la propiedad de cualquier pedazo de tierra?), sobre la cadena de injusticias derivadas de ese daño original.

Dilma Rousseff acaba de ser sacada del gobierno de Brasil por intereses poderosísimos que encarnan lo más rancio de la estructura de propiedad y explotación. Varios aliados circunstanciales se le dieron vuelta y más de un oportunista se ve ya libre de las investigaciones que podrían probar sus manejos corruptos y desenfadados. En los años que estuvo en el gobierno, el Partido de los Trabajadores amontonó cajoncitos, pero no golpeó, como podría haberlo hecho, los privilegios de los más poderosos. Y aunque incluyó a los más pobres en el circuito de consumo, no tiró los muros que los mantenían separados de los ricos. No cambió la vieja receta que recomienda agrandar la torta para que caigan más migas. No tomó de cada cual según su capacidad, y sin eso no se puede dar a cada cual según su necesidad por mucho tiempo.

Uruguay transita el tercer gobierno de izquierda de su historia, y atraviesa, por primera vez desde el primero, una crisis global que afecta su economía. Los encargados de gestionar los recursos advierten del peligro de tensar la piola, agitan las sábanas del fantasma del desempleo y recomiendan prudencia (¿cuándo no recomendaron prudencia?) a la hora de hacer reclamos. No se anuncian, por el momento, recortes en los cajoncitos (aunque podrían tomarse como tales varios avisos de control de las cuentas públicas), pero se llama a un diálogo social lleno de invocaciones al trabajo y a la responsabilidad, con palabras clave como “productividad”, “flexibilidad” y “compromiso”. En el menú discursivo no hay nada que llame a la movilización por más justicia o menos explotación. Nadie nos está hablando de tirar el muro, aunque es cada vez más evidente que los que lo levantaron están más fuertes y nos tienen rodeados. Hay que volver a hablar de ciertas cosas.

De cómo el sionismo transformó un manual de enseñanza secundaria, por Marcelo Marchese

Por Marcelo Marchese



En la zafra de textos del 2004 la editorial Santillana retiró del mercado el manual para cuarto año“Historia. El mundo actual”. Cuando lo relanzó, el pie de imprenta informaba que era la edición de 1999 en impresión del 2004, mas había algunos cangrejos debajo de la piedra en la sección 29:El islamismo y el Estado de Israel.

No podemos citar aquí todos los cambios operados, mas elegiremos cinco que responden a las ideas fuerza que el corrector quiso imprimir en la mente del estudiante.
1- Si en la edición primitiva el encabezado era
-“El pueblo judío: la búsqueda de un territorio”, en la siguiente será
-“El pueblo judío: el retorno a la patria ancestral”.
El objetivo de la nueva redacción fue mostrar cómo Palestina corresponde históricamente a los judíos; una manera de legitimar el colonialismo y la práctica imperial sionista ¿En que se basa el sionismo para asegurar que Palestina les pertenece? En la Biblia, escrita por un Dios, nada menos: “Deja tu tierra natal y la casa de tu padre y ve al país que yo te mostraré”. Este argumento es utilizado tanto por los ortodoxos como por los marxistas sionistas. Puede resultar llamativo, pero aquí un texto religioso no se interpreta como un texto cargado de simbolismos, como suele interpretarse toda mitología, sino como un documento histórico. Éste es sólo un aspecto del peso de la religión en la política de Israel. Para ampliar la entidad del fenómeno recomendamos calurosamente “Historia judía. Religión judía. El peso de tres mil años” del judío israelí Israel Shahak.

2- En el apartado “Su relación con otros pueblos” se decía que
-“Los judíos se han encontrado a menudo con la desconfianza de los pueblos con los que han convivido. Durante la Edad Media, el origen del rechazo quizá se pueda encontrar en la postura de los cristianos, que los consideraban como herederos del pueblo que traicionó a Jesús, o en la actitud de los que presenciaban su enriquecimiento en la actividades lucrativas del préstamo a interés, a las que los cristianos tenían prohibido acceder, por mandato de la Iglesia. En el siglo XIX, por otro lado, el crecimiento de la industria llevó a muchos banqueros judíos a tener éxito y aumentar su riqueza -como fue el caso de Rothschild-, lo que agudizó las actitudes de rechazo por parte de los sectores sociales con problemas económicos. Desde las décadas de 1880 y 1890, el antisemitismo se manifestó con más fuerza. Ejemplos de ello se encuentran en varios países”. En la edición expurgada se dirá:
-“Los judíos se han encontrado a menudo con la intolerancia de los pueblos con los que han convivido, lo cual generó violentos ataques en masa, provocados por lo que se llama comúnmente antisemitismo, basado en la judeofobia. Ejemplos de ello se encuentran en varios países”.

Aquí, amén del cambio de desconfianza por intolerancia para acentuar el drama del antisemitismo, la clave es la eliminación de su explicación histórica. Nótese que no se suplanta por otra; simplemente se la elimina. De igual forma, en los manuales sionistas, se evita cualquier explicación de índole sociológica al rechazo de los palestinos al Estado de Israel. Según este discurso, no luchan por recuperar su tierra; su actitud no es resultado de la limpieza étnica a la que fueron sometidos. Los palestinos y árabes en general, y para ser más precisos, los musulmanes, actuarían por odio, de forma irracional; son unos fanáticos acicateados por su religión. Cuando se elimina toda explicación histórica al accionar de un pueblo, queda el espacio abierto para introducir ideas como la siguiente: los judíos fueron perseguidos por Hitler, es decir, el Diablo, y si fueron perseguidos por el mal, ergo, son el bien. Así como antes fueron perseguidos por el Diablo encarnado en Hitler, hoy son perseguidos por el Diablo encarnado en los musulmanes, que no actúan impulsados por recuperar lo que históricamente les pertenece, sino por el deseo del mal. Por eso el libro de Marcos Israel “Antisemitismo y conflicto árabe-israelí”, regurgita el mantra sionista que encuentra la raíz del conflicto de Medio Oriente en el antisemitismo arraigado entre los musulmanes. En todo ataque que alguien haga a Israel, la invariable respuesta sionista será acusar al enemigo de antisemita, judeófobo y racista. Desde el momento que convierten el antisionismo en antisemitismo, transforman la lucha contra Israel en odio hacia los judíos y por lo tanto, en un deseo velado de repetir el Holocausto. Esta añagaza logra radiar el auténtico problema, el expolio de los palestinos y de esta manera el agresor se convierte en víctima.

3- En el apartado de “La guerra de los seis días”, la edición original informaba que
-“Israel, gracias a su capacidad bélica y al éxito de sus enfrentamientos con los árabes... desarrolló con rapidez, asentamientos israelíes, sometiendo a los árabes a expropiaciones y a la posición de país invadido”. Se cambió a lo siguiente
-“Israel, por su capacidad bélica y gracias al éxito de sus enfrentamientos con los árabes... desarrolló con rapidez asentamientos israelíes, para evitar la concreción de las mismas amenazas de 1967”.

El texto posterior se inscribe en el deseo ferviente por mostrar la política de Israel como una actitud defensiva. Siempre serán los árabes los que atacan, jamás ninguna de las guerras de conquista de Israel ni los bombardeos a Gaza, serán resultado de su política expansionista. Israel busca siempre ubicarse como víctima, como una isla de democracia en medio de un mar de fundamentalismo islámico. Israel sólo busca la paz, negada rabiosamente por sus enemigos, y para asentar esa idea, se eliminaron estas palabras insertas en la edición primitiva “Anuar el Sadat... hizo un intento de paz con Israel, que fue rechazado”. Se desarrollan asentamientos israelíes, pero parecieran situarse en tierras de ningún provecho, en territorios vacíos, en el desierto. Por eso se borra la referencia a las expropiaciones sufridas por los árabes y su condición de país invadido, restando a su vez justificación histórica a la lucha de los palestinos.

4- En relación a la guerra de Yom Kippur, se decía
-“Se produjo un nuevo enfrentamiento conocido con el nombre de Yom Kippur- fiesta de reconciliación entre los hebreos-, ya que el ataque fue perpetrado el día 6 de Octubre de 1973. Fue esta la revancha de los árabes frente al gran ejército israelí”. En la edición siguiente se dirá
- “Se produjo un nuevo enfrentamiento conocido con el nombre de Yom Kippur, ya que el ataque fue perpetrado el día 6 de Octubre de 1973 durante el ayuno de la población judía en Israel -máxima celebración religiosa judía”.

Israel pretende imponer dos mistificaciones con respecto a su ejército. La primera dice que es “El ejército más moral del mundo”. El lector sonreirá ante la ridiculez de un país que dice de sí mismo que su ejército es el más moral del mundo. Sería como si Marcelo Marchese dijera que Marcelo Marchese es el ensayista más inteligente del mundo. La payasada deviene en hipocresía si consideramos que el ejército más moral del mundo legaliza la tortura y ejecuta a gente que se encuentra herida, desarmada e inconsciente, y luego se aclama al criminal como un héroe; pero así funciona el ejército más moral del mundo que no ha juzgado a sus criminales de guerra, premiados con los principales cargos que se puedan desempeñar en el Estado. La segunda mistificación refiere a que el ejército israelí es invencible. Este mito comienza con la aseveración según la cual en el 48 venció a pesar de ser inferior al ejército mancomunado árabe, lo cual es un disparate descomunal. El ejército israelí es ampliamente más poderoso que el de los palestinos o sus vecinos. Sólo él tiene arsenal nuclear, amén de ser el primero en la lista de los países que reciben respaldo militar por parte de EEUU. Sin embargo, a pesar de su incomparable poderío, ha sufrido algunas derrotas, lo que llevó a los autores de la edición original a escribir “Fue ésta la revancha de los árabes frente al gran ejército israelí”.

5- En el apartado “El peregrinaje del pueblo palestino”, que pasará a ser “La búsqueda del pueblo palestino” se decía que lograda la paz tras la invasión al Líbano
-“los dirigentes palestinos encontraron en Túnez el último punto de su dramático peregrinaje. Su exilio se repartió entre Jordania, Siria, Líbano y Túnez. A este último país llegaron dos millones de palestinos; en las zonas de ocupación judía se instalaron otros dos millones, y dentro del propio Israel, ochocientos mil”. La edición corregida sólo dirá que
-“los dirigentes palestinos encontraron en Túnez el último punto de su exilio”.

La nueva redacción se inscribía en el mecanismo de deshumanización de los palestinos, los cuales, en los manuales con que se adoctrina a los jóvenes israelíes, no tienen rostro. Aquí su dramático peregrinaje pasa a ser un exilio que no termina de quedar claro, en tanto previamente se ha tachado la referencia a ser un país invadido. Ni siquiera se sabe su número o dónde están. Se trata de evitar la empatía del estudiante con un pueblo que vive desperdigado, un peregrinaje resultado de una invasión que en última instancia sería la razón de su lucha.

Los autores del manual fueron Pilar Corral, Beatriz Amestoy, Alfredo Decia y Lydia Di Lorenzo. No estamos en posición de afirmar que fueran los responsables de los cambios a la sordina en la impresión del 2004, pues no sabemos si la editorial compra los derechos con la consiguiente libertad de introducir las modificaciones convenientes sin consultar a los autores. Si fueron ellos ¿qué los llevó a introducir estas variaciones? Si no fueron ellos ¿quién fue y a través de qué medios logró que la trasnacional modificara su manual?

Sea quien fuere el corrector, cometió al menos tres errores fácticos.

1- Las dos ediciones afirman que “Algunos judíos europeos, por su parte, provienen de los cátaros, pueblos seminómades del sur de Rusia que se convirtieron al judaísmo en el siglo VII”. Esta afirmación significa algo así como decir “Algunos africanos, por su parte, provienen de los mormones, pueblos guerreros del sur de Nicaragua que se convirtieron al africanismo en el siglo V antes de Cristo”. Los cátaros no eran pueblos nómades, ni existieron en el siglo VII, sea en Rusia o en cualquier otro sitio. Fueron una secta religiosa perseguida y masacrada por la Iglesia Católica en otro siglo que no el séptimo. Acaso este error, inadvertido por los cuatro autores y por un eventual corrector preocupado por otras cuestiones, devenga de confundir “cátaros” con “jázaros”, los cuales sí se convirtieron al judaísmo y vivieron en el sur de Rusia en el siglo VII.

2- Cuando se hace referencia al final de la guerra en Beirut se dice que “Se logró la paz... con el retiro de los palestinos de Líbano y de Israel hasta sus fronteras”. Los palestinos se retiraron, es cierto, pero los israelíes ocuparon el país por dieciocho años, hasta que su ocupación generó el nacimiento de Hizbulá, que los obligó a retroceder hacia sus fronteras en el año 2000. Esta sonada derrota generó que los ultraortodoxos judíos anunciaran que Dios la había decretado a causa de haber retrocedido previamente del Sinaí, dejándolo en manos de Egipto, la revancha árabe que mencionamos más arriba.

3- Las dos ediciones afirman que Moshe Dayan fue jefe del gobierno israelí, un disparate.
Entre los cambios perpetrados se encuentra la sistemática sustitución de la palabra “Palestina” por “Eretz Israel”, una práctica que lleva, como afirma el historiador judío israelí Shlomo Sand en “La invención de la tierra de Israel”, a sustituir automáticamente en las actuales ediciones sionistas de los clásicos judíos, sea Maimónides, sea Filón de Alejandría, sea quien fuere, las palabras “Palestina” o “Canaán” por “Israel”. Anotemos que la Intifada, que en la edición original se definía como “levantamiento popular”, pasa a ser una “agitación popular palestina”. Por más tergiversaciones que se pretenda hacer con las palabras, no se ha podido, hasta el momento, arrancar del alma de los pueblos el prestigio adquirido por las palabras “revolución” y “levantamiento popular”. Ahora bien, la palabra “agitación” no tiene la enjundia de la palabra “levantamiento”; parece más bien una actividad sin sentido, menos numerosa y propia de desequilibrados.

Para finalizar, amable lector, nos resta hacer dos consideraciones. La primera no hace referencia a lo que el texto dice, sino a lo que no dice. En ningún momento el manual se sitúa en el lugar de los palestinos, quienes en el año 48 fueron asesinados, mutilados, incendiados, dinamitados, violados, encarcelados y robados en una largamente preparada operación terrorista llamada Plan Dalet, por la cual se logró expulsar a ochocientas mil personas. La palabra Nakba, que significa catástrofe, pues así consideran los palestinos lo sucedido en el 48, no aparece nunca.

La segunda consideración hace a un problema de nuestra República y la necesaria formación de ciudadanos. La enseñanza de la historia pretende brindar herramientas para pensar el mundo. En cierto sentido, la enseñanza de la física, la filosofía o la historia no son más que excusas para desarrollar ciertas habilidades cognitivas. Si eliminamos las explicaciones de índole sociológicas, el espacio vacío tenderá a ser sustituido por otro tipo de explicaciones, tal el caso de evitar las referencias históricas al reclamo palestino, aduciendo que su accionar responde al antisemitismo. Esta ubicua acusación de antisemitismo, antisemitismo que no es otra cosa que un fanatismo, responde a otro tipo de fanatismo que da lugar, entre otras enfermedades mentales, a la islamofobia. Se trata de ubicar al otro en el lado del mal, lo que nos ubica a nosotros automáticamente en el lado del bien. Se acusa al otro de estar impulsado por consideraciones religiosas, adoptando nosotros en la acusación una actitud religiosa. Es la maniquea concepción del choque de civilizaciones, donde occidente ocupa el lugar de la libertad y la democracia y el oriente el del autoritarismo fanático.

Sea quien fuere que haya corregido el manual, su discurso obedece al discurso del colonialismo israelí. Los jóvenes estudiantes uruguayos, y no sabemos qué ha sucedido en los manuales de Santillana de otros países, fueron adoctrinados por la propaganda sionista, como si el Estado de Israel elaborara un texto para nuestros estudiantes. Así que del problema de enseñar a pensar a los futuros ciudadanos, pasamos a otra grave problemática que dejaremos planteada con esta pregunta ¿cuál es el alcance de nuestra soberanía si un texto es elaborado por una trasnacional según el discurso colonial imperialista de otro Estado?