Por Andrés Núñez Leites
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También hace algunos días, en Chile, en la región de Chiloé una floración de algas acuáticas causaba un grado inédito de mortandad de peces; aquí también se registran daños económicos y humanos, sobre todo en una zona donde la pesca es una fuente de sustento económico para la población. Las autoridades chilenas esgrimen el mismo razonamiento que las uruguayas: la culpa es del Niño o la Niña, un fenómeno climático del Océano Pacífico cuya mayor periodicidad y acentuación responde también al cambio climático.
En el caso uruguayo, si bien el calentamiento global incide en la posible ocurrencia de precipitaciones, se omite el hecho que el desmonte y la eliminación de la pradera, causados por la forestación comercial de pinos y eucaliptus y sobre todo por el cultivo de soja, es uno de los elementos clave para comprender la cada vez menor capacidad del suelo para absorber el agua de las lluvias. Allí hay dos actores responsables claramente identificables: el Estado, que protege y promueve actividades respecto a las cuales hay abundante evidencia científica y relatos directos de la población humana afectada que muestran su carácter devastador para el medio ambiente. El otro actor es el sector sojero, que obtiene sus ganancias directamente de este permiso tácito para contaminar que generosamente brinda el Estado.
En el caso chileno, es verdad que el calentamiento global puede influir en la elevación de la temperatura del agua oceánica, pero no es el único factor que puede causar la aparición de algas y la pérdida de oxígeno acuático: se omite el hecho que la industra salmonera contamina gravemente el mar, volcando enormes volúmenes de nutrientes al agua, y en la medida que el aceleramiento del volumen de población y del ciclo vital de los salmones acelera también el ciclo y el volumen de la población de bacterias y virus que afectan a dicha especie, la industria salmonera también debe verter en el mar cantidades extraordinarias de antibióticos y pesticidas.
En ambos casos, el de Chile y el de Uruguay, es posible identificar al Estado y sus agencias, así como a las empresas que tienen mayor responsabilidad en los desastres ambientales ocurridos. Por eso la coincidencia de las autoridades de los dos países en omitir estas responsabilidades y trasladarlas a un nivel más abstracto, porque el calentamiento global es precisamente global y allí la multiplicidad de actores es enorme, así como el peso de los países desarrollados, con su volumen de producción y contaminación, es indiscutible, a pesar de lo cual los países del Sur también ponemos nuestro grano de arena para que la atmósfera eleve su temperatura año a año. En ambos casos encontramos Estados asociados a los contaminadores, Estados que producen una ingeniería jurídica, administrativa, financiera, publicitaria, para favorecer el despliegue de las corporaciones que generan riqueza en el sector primario, pero a costa de una externalidad inédita hacia otros sectores productivos (la ganadería y la agricultura tradicional, la pesca, la apicultura, etc.) y hacia toda la sociedad por los daños a la salud humana provocados por la contaminación.
La coincidencia del razonamiento de ambos gobiernos no es casual. Ambos son agentes de un mismo discurso en tanto poder simbólico que emerge de una relación de fuerza específica: de una estrategia de “desarrollo” fundada en vehiculizar los proyectos del poder corporativo trasnacional del sector primario (minería y producción de alimentos), cooptando a los grandes partidos políticos -de derecha e izquierda- y llevando como furgón de cola a las burguesías locales y a las elites sindicalizadas de las clases trabajadoras.
Nota:
Imagen: Licencia


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