Por Hoenir Sarthou
Está a punto de ingresar al Parlamento, con la bendición del Consejo de Ministros, el denominado “Proyecto de ley integral para garantizar a las mujeres una vida libre de violencia basada en género”.
El proyecto fue redactado, presentado al consejo de Ministros y
aprobado por éste en el más absoluto silencio. La ministra Marina
Arismendi, encargada de dar la noticia, no mencionó a sus autores ni por
qué la iniciativa no se difundió antes. El resultado es que ingresará
al Parlamento sin ningún debate público previo.
Las razones del
silencio se vuelven obvias apenas uno lee el texto del proyecto, que, de
ser aprobado, introducirá decididamente el sexismo y la discriminación
por motivos de sexo en nuestra legislación.
Para empezar, su
artículo 86 modifica el Código Penal admitiendo la exoneración de la
pena por el juez en los casos de homicidio y lesiones si quien los
comete actúa en estado de “intensa conmoción” por “violencia
intrafamiliar”, lo que en buen romance es una especie de licencia para
matar para quien haya hecho denuncias por violencia de género. Pero no
es lo único. Disimulada, al final de los 103 artículos con innúmeros
literales e incisos, se crea la figura penal del “femicidio”(art. 95) y
en ciertos casos se le asigna –sólo para los hombres- una pena mínima de
veinte años. Se define a la “violencia basada en género contra las
mujeres” (art. 4) como algo que, dado que requiere “una relación
desigual de poder en base al género”, sólo pueden sufrir las mujeres y
sólo pueden causar los hombres. Se dispone que el hombre denunciado, sin
prueba ni derecho a defensa, por el sólo hecho de la denuncia y la
aplicación de medidas cautelares: a) no podrá ver a sus hijos menores de
edad por un mínimo de tres meses (art. 70); b) podrá ser retirado por
tiempo indeterminado de su casa o establecimiento agrícola, aunque sea
dueño del inmueble, quedando éste en poder de la mujer denunciante (art.
68); c) perderá (art. 41) la titularidad del contrato de arrendamiento
si el bien fuera arrendado (nada se dice sobre las garantías); y d), se
le podrá embargar y prohibir la venta de sus bienes (art. 68), sin
ninguna contracautela.
La falta de garantías para el denunciado es
absoluta, ya que el proyecto no prevé ninguna instancia en que pueda
defenderse en forma. Al igual que en la anterior ley de violencia
doméstica, se presume que la denuncia equivale a culpabilidad y ello
habilita a aplicar severas penas, aunque se las llame “medidas
cautelares o de protección”.
Por otra parte, ¿cómo evitar que la
tentación de quedarse en exclusividad con una casa o establecimiento
agrícola, o la de lograr una pensión alimenticia inmediata y no poder
ser despedida de su trabajo durante seis meses (art. 43), o la de
vengarse del marido o concubino impidiéndole ver a sus hijos o disponer
de sus bienes, lleve a que se presenten denuncias infundadas?
Esta
muy somera reseña de arbitrariedades y falta de garantías lleva a pensar
que el proyecto, de ser aprobado como ley, sería violatorio de la
Constitución
La filosofía en la que está inspirado es,
notoriamente, la del modelo español, que se caracteriza por equiparar la
denuncia con la culpabilidad y por estimular incondicionalmente las
denuncias, incluso dando beneficios materiales a las denunciantes.
Sin embargo, el modelo español ha fracasado en toda la línea. No ha
reducido los índices de violencia contra la mujer, que no dejan de
crecer. En lugar de eso, ha generado un gran aumento del número de
suicidios masculinos y cataratas de denuncias por abuso de los
mecanismos legales.
Todo indica que es hora de discutir seriamente los presupuestos en que se fundan las políticas sobre violencia “de género”.
Las organizaciones y los discursos feministas insisten en tratar el
tema como expresión de un sentido de propiedad respecto de la mujer por
parte del hombre. Según esa visión, los motivos de los asesinatos de
mujeres por sus parejas masculinas pueden sintetizarse en la expresión
“la maté porque era mía”. Se postula así la idea de un propietario que,
imbuido de una ideología machista y patriarcal, destruye fríamente un
objeto de su propiedad . En base a esa idea, se reclaman nuevas figuras
penales y penas cada vez más duras para los feminicidas, sin que,
curiosamente, las muertes y la cantidad de actos de violencia contra las
mujeres disminuyan en absoluto.
Hay fuertes razones para creer que el diagnóstico está equivocado y que, por eso, lo está también el tratamiento.
Hace pocos días, en una ciudad del Interior del país, un hombre joven
se roció a sí mismo con nafta, se prendió fuego y luego se arrojó sobre
su mujer y su hija. ¿Alguien cree realmente que obró así por pensar que
la mujer era un objeto de su propiedad? ¿Alguien se quema vivo como
forma de disponer de un bien que considera propio?
Ese caso puede
ser espectacular por la cruel forma elegida. Pero no es una excepción.
Cifras nacionales e internacionales confirman que aproximadamente el 70%
de los hombres que atentan contra sus parejas intentan suicidarse. Y la
mitad, o más, efectivamente se suicidan. ¿Esa es la conducta de un frío
patriarca que se siente dueño de la mujer y de la situación, o indica
más bien un gravísimo estado de perturbación mental o emocional?
Claramente es lo segundo. Y eso obliga a sacar dos conclusiones.
La primera es que las penas son ineficaces. A quien, en estado de
perturbación mental, va a cometer un homicidio y luego se va a suicidar,
¿le cambia algo que su acto tenga una pena de dos, de veinte o de
cincuenta años? No, no le importa. Por lo tanto, el nombre que se le dé
al delito y la pena que se le imponga no evitará que mate. Luego: la
pena es ineficaz.
La segunda conclusión es aun más delicada. Como
regla, quien mata a su pareja y luego se mata (las mujeres también
matan, aunque en menor número y casi nunca se suicidan) actúa en un
estado mental alterado, en que su vida y todo el entorno social dejan de
importarle. Eso rara vez ocurre de golpe. No existen casi casos de
parejas serenas y bien avenidas en que de pronto el marido atenta contra
la mujer. La regla es que los femicidios son precedidos por procesos de
violencia creciente, con ciclos de agresión, culpa, arrepentimiento,
perdón de la mujer, seguido al poco tiempo por una nueva agresión. En
cada giro de esos ciclos la violencia es mayor, hasta que finalmente
sobreviene el asesinato y, muy a menudo, el suicidio.
¿Por qué no
asumimos que, en la mayor parte de los casos, lo que existe es una
patología? ¿Y por qué no asumir que, en muchos casos, esa patología es
compartida de alguna manera por los dos integrantes de la pareja,
conformando una relación enferma?
Es cierto que, en algunos casos,
la dependencia económica o social de la mujer puede llevarla a soportar
situaciones de ese tipo. Pero todos conocemos casos de mujeres que
trabajan y son económicamente independientes (incluso a veces ganan más y
hasta mantienen a sus maridos) y sin embargo se someten al régimen de
violencia.
La pregunta es, ¿por qué el discurso feminista insiste en
tratar esas situaciones como asuntos penales? ¿No sería más lógico
asumir que se trata de patologías, patologías peligrosas, estamos de
acuerdo, pero patologías al fin?
Cualquier persona sensata sabe que
las patologías no se tratan con tipificaciones penales ni con cárcel.
Entre otras cosas, porque esos mecanismos llegan tarde, cuando la
tragedia ya ocurrió.
La verdadera prevención requeriría la
intervención temprana con procedimientos de protección efectiva
(refugios, custodia) para la eventual víctima y de tratamiento
terapéutico y social preceptivo para aquellos integrantes de la relación
conflictiva que lo necesiten . O sea: un paradigma completamente
distinto al que inspira al proyecto de ley anunciado.
Sin embargo
–los legisladores lo saben-, se hace un fuerte aunque silencioso “lobby”
para la penalización de estos asuntos. En los pasillos, haciendo jugar
la influencia de organizaciones no gubernamentales extranjeras y de
organismos internacionales, se presiona, por ejemplo, para la aprobación
de este proyecto de ley que no solucionará nada y quebrará principios
esenciales de nuestra tradición cultural y jurídica.
Hay mucho
dinero, cargos, viajes e intereses en juego detrás de ciertas
militancias por causas simbólicas y “políticamente correctas”. Ojalá
tengamos todavía legisladores capaces de ejercer el sentido crítico y la
independencia de criterio. Porque, si aspiramos a ser una sociedad algo
equitativa y garantista, este proyecto de ley no debe ser aprobado.
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