lunes, 8 de febrero de 2016

Adiós, camaradas

Por Andrés Núñez Leites

Sopa soviética*
Vladimiro había sido comunista desde su juventud. Observaba con optimismo la expansión del bloque socialista y si bien desconfiaba de la dureza de algunos líderes, no creía en la propaganda capitalista que a la vez que silenciaba las matanzas de las dictaduras latinoamericanas machacaba las mentes del público acusando de totalitarismo al "socialismo real". En todo caso, si se cometía errores, éstos se debían a la guerra despiadada contra el Este, con sus facetas económicas, de sabotajes y conspiraciones desestabilizadoras, y seguramente habrían de desaparecer con el triunfo de la revolución socialista mundial. Algo cambió, sin embargo, cuando huyendo de la dictadura tuvo que asilarse en Alemania: allí conoció a algunos disidentes soviéticos, no descendientes de aristócratas ni burgueses desvalijados por los bolcheviques, no cristianos añorantes del orden zarista, sino intelectuales de izquierda, a los cuales por ejemplo una sucesión de acordes no del todo armónicos en una partitura musical les había significado cuando menos un interrogatorio por parte de la policía política, una recomendación de corrección de la escritura o la postergación indefinida de la publicación de una obra.

Las dictaduras de derecha terminan en el Río de la Plata a mediados de los 1980s luego de cumplir su misión de desmantelamiento de la subversión izquierdista y desmovilización de la población en general, a través del terror de Estado, para imponer un orden capitalista neoliberal y terminar con cualquier tendencia socializante en la economía. Muchos de sus camaradas habían perecido bajo las balas del gobierno, o habían sido destrozados física y psíquicamente en las mazmorras dictatoriales durante más de una década. Vladimiro vuelve de Europa y se reencuentra con los sobrevivientes, que se reorganizan en una nueva etapa de militancia del Partido Comunista, a la que él se suma, reencontrándose.

La fe en la causa revolucionaria había sostenido a muchos militantes en las dolorosas experiencias de la prisión y el exilio, y por eso mismo se volvían irascibles ante cualquier atisbo de crítica interna. Curiosamente la "Patria Socialista" soviética, aquejada de una crisis económica estructural, daba un giro inesperado: la Perestroika iniciaba una transición del estatismo absoluto hacia una economía de mercado limitada por el interés colectivo, y la Glásnost, en el plano cultural, daba espacios para la libertad de expresión informativa y artística. En ese marco, un grupo de intelectuales soviéticos recorre Latinoamérica con una función específica: alinear a los comunistas locales detrás de las reformas liberales. En Montevideo, traductor mediante, uno de estos embajadores de la apertura culmina una conferencia frente a un auditorio compuesto principalmente de jóvenes y viejos comunistas diciendo: "Ahora sí los artistas soviéticos tenemos libertad para la creación." Algo se quiebra en el alma de Vladimiro: la fisura iniciada en Alemania se agrietaba en aquel instante en Uruguay. Sin pensarlo levanta la mano y cuando le dan la palabra dice: "De sus últimas palabras, el 'Ahora sí' sólo puede significar dos cosas: que durante 70 años no tuvieron libertad para la creación artística, y que nuestros dirigentes, que viajaban periódicamente a la URSS, nos mintieron durante todo este tiempo." Un pequeño grupo de amigos de Vladimiro lo rodeó y lo ayudó a salir de la sala, esquivando insultos y amenazas que sus ahora ex-camaradas comenzaban a proferir con estruendo. Es que hay que ser muy fuerte para asumir el engaño y la manipulación y rebelarse.


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