sábado, 13 de febrero de 2016

Tan integrados como inocentes

Por Andrés Núñez Leites


Rock and roll*
Allá por 2005 acepto la invitación de unos amigos para ir a Durazno, donde la intendencia local organizaba un "Pilsen Rock", como se denominaba a una serie de conciertos que transcurrían en las afueras de la ciudad a lo largo de unos pocos días, de manera casi continua. La denominación del recital me resultaba poco agradable, porque mezclaba la marca de una cerveza con el rock y si bien yo no pertenecía a ninguna tribu adolescente vinculada a dicha música, conservaba algunos recuerdos de los años 1990, en que la falta de auspicio económico y el rechazo al orden neoliberal habían llevado al mismo tiempo a una escasa difusión pública y a una mayor búsqueda experimental dentro de las diversas corrientes musicales de esa cosa que mezclaba lo europeo, afroamericano y en nuestro caso rioplatense. Voy directo a mi sensación previa: todo hacía prever que ese acto de masas sería la celebración ritual de la domesticación definitiva del rock.

Pero un argumento me convenció: acababa de ganar el Frente Amplio las elecciones y el espíritu de la población estaba en alto. Así lo comprobé: en medio de la masa de miles de chicos había banderas del MPP (brazo político populista de la ex-guerrilla) y del Partido Comunista. La gente era feliz. Acababa una década de neoliberalismo, represión y hambre y todo hacía pensar en un florecimiento de las energías sociales más constructivas. El ambiente era sobrecogedor. Pocas semanas antes había vivido algo similar en las canteras del Parque Rodó en Montevideo, cuando se celebrara, también con conciertos musicales, el último acto en favor de la consagración constitucional del acceso y el control social del agua como derecho humano, que conjugaba a la izquierda y a los sectores más moderados de la derecha nacionalista. A corto plazo los gobernantes se encargarían de dar vuelta una a una las expectativas, y los deseos de cambio social darían lugar a la satisfacción del consumo, la democracia a la demagogia y el pensamiento crítico a la idolatría de los líderes icónicos de la izquierda. Vuelvo a mi decisión: acepté porque deseaba embriagarme en esa euforia colectiva, en el sentimiento oceánico de una muchedumbre que encontraba sentido a su existencia, aunque yo no creyera.

Un hecho llamó mi atención y me provocó un total extrañamiento respecto de mi entorno. A la noche del primer día, la popular banda "No te va Gustar", antes de colocar todos sus integrantes sobre el escenario, envía sólo a los vientos; no recuerdo exactamente si dos trompetas o una trompeta y un saxo, para ejecutar las notas de la Introducción y Coro del Himno Nacional. Tal vez diez años atrás el resultado hubiera sido una lluvia de escupitajos, monedas e insultos, pero en aquél entonces el resultado fue la armónica entonación de la letra del Himno. La gente estaba emocionada. ¿Qué representaba aquella situación? Por lo menos tres cosas: un cambio generacional, un cambio ideológico y una necesidad de integración. De la generación de los 1960s que quería cambiar al mundo asaltando el gobierno con las armas y/o con los votos y la generación de los 1980s que había retomado tardíamente el punk rock y acusaba los resultados psíquicos del maltrato masivo del terrorismo de Estado de la dictadura cívico-militar, pasábamos a una generación que deseaba, antes que nada, la integración, que no se planteaba la transformación del statu quo sino su integración al mismo. En realidad la osbservación es un poco injusta y conviene matizarla. No se puede generalizar tanto. Muchas veces, como en este caso, cuando decimos "generación" nos referimos apenas a los artistas que sobresalen, a los músicos, escritores, e incluso líderes sociales y políticos y luego extendemos las conclusiones a la población en general, pero convengamos al menos, haciendo esa salvedad, que el arraigo de dichos elementos sobresalientes sólo es posible cuando hay una "base social" acorde. Dicho acontecimiento también podría significar una mutación ideológica de la izquierda, su pasaje al pragmatismo liberal, al "ésto es lo que hay", a la moderación de lo posible. Algo similar había ocurrido hacía poco tiempo cuando al desfilar los militares por Avenida Libertador en Montevideo, en ocasión de la asunción del primero gobierno del Frente Amplio, el público mayormente izquierdista había cantado junto a ellos, emocionado, la "Marcha Mi Bandera", que proclama el amor simple y directo, la sumisión acrítica a los símbolos patrióticos y la intención de guerrerar y morir por ellos, más allá de cualquier proyecto político subyacente. Ese deseo de integración no es casual: uno de los efectos subjetivos buscados y logrados por la reciente dictadura de derecha había sido trazar una línea entre los "subversivos" o "sediciosos" y sus cómplices, de un lado, es decir, la gente de izquierda, y los "orientales" o "uruguayos bien nacidos", es decir, los acólitos del régimen cívico-militar, del otro lado. Los izquierdistas fueron acusados y públicamente expuestos durante más de una década por su filiación internacionalista, por su vinculación simbólica con proyectos mundiales relacionados con la Unión Soviética y Cuba. Lo sabemos quienes hemos vivido en pueblos chicos: no hay mayor necesidad para el paria del lugar que ser aceptado como uno más.

En el plano artístico, la sucesión de los "Pilsen Rock" pero también las políticas de auspicio estatal a la música en general, significaron efectivamente la total domesticación del género. Ésto, que es paralelo a la "conversión" de los artistas en general, los intelectuales, activistas sociales y políticos al progresismo neoliberal, tiene muchas variables explicativas, entre ellas, las tres que enuncio en el párrafo anterior, pero en todo caso, podría resumirse en la idea de derrota y aceptación del orden hegemónico. Había cundido una convicción conceptual y emocional: se podía cambiar, pero no mucho.



*Imagen: LicenciaAtribuciónCompartir bajo la misma licencia Algunos derechos reservados por Rik Goldman

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