Por
Fernando Gutiérrez Almeira
De un modo u otro son las ausencias las que enmarcan toda
nuestra vida, la que la acosan por todas partes mostrándoles sus límites y su
precariedad a nuestra conciencia. La oscuridad, el hambre, el frío, la sed, la
soledad, y así sucesivamente hasta llegar a la muerte, a través de
la cual se ausentan los seres queridos y finalmente somos nosotros mismos los
ausentes. De todas ellas la que debería resultarnos más visible y sin embargo
por momentos nos resulta invisible es la ausencia del otro, es decir, la
soledad. ¿Por qué es tan difícil dar cuenta de la propia soledad o de la
soledad del otro? ¿Por qué no le damos en nuestro criterio el peso trágico que
en realidad puede llegar a tener?
Escuchaba yo decir en ciertas conferencias que por un lado las adicciones de cualquier tipo, incluyendo las peligrosas adicciones a las drogas, se facilitan cuando el individuo carece de apropiadas conexiones afectivas, emocionales, sociales, es decir, cuando padece de soledad, y por otro lado, que la soledad no es una mera situación sino que implica todo un estado psicosomático en el que el individuo entra en una vigilante autopreservación al percibir de un modo inconciente que la falta de respaldo afectivo, emocional y social lo vuelve vulnerable a las agresiones. Con solo estas dos pautas ya es suficiente para decir que la soledad implica riesgos, peligros auténticos, para la salud mental y física de las personas, conllevando una condición de precariedad psicológica y una tendencia nociva a la obturación de esa precariedad por caminos patológicos.
Sin necesidad de apelar a aquellos hechos
ya sería suficiente para que le diéramos importancia a la soledad como una
amenazante sombra la constatación de que todos de un modo u otro
consideramos que la soledad no es el simple permanecer apartado de manera
física que bien pudiera ser apetecido de algún modo, sino que es la desconexión
profunda de la persona en su comunicación con los demás, es la ausencia del
otro en el más doloroso sentido, dolor que se siente y sufre y que podemos
considerar como una de las causas de muchos suicidios, de la depresión, de una
atenazante angustia no muy distinta a la de estar encarcelado, aislado
físicamente en lo hondo de un calabozo. La soledad duele y de ese dolor pueden
partir señales de impotencia revertida en un ansia de omnipotencia y rechazo,
de ruptura social, incluyendo, podemos suponerlo, arrebatos de desesperación
violenta.
Tal vez no reconocemos el peso de la
soledad en los que la sufren porque socialmente hemos llegado a considerar que
la soledad es un estado de fracaso y vivimos en una sociedad en la que el
fracaso es una vergüenza y el éxito la meta. Bajo este punto de vista, quien
padece de soledad es una persona socialmente fracasada y por lo tanto, alguien
que ante nuestros ojos y ante si misma, representa un estado vergonzoso que
conciente o inconcientemente tendemos a rechazar. Con ello, para colmo, la
tendencia general de los otros frente al individuo espiritualmente aislado,
coartado en su afectividad, emotividad y vida social, es la del rechazo, la del
oprobio risueño, la de la condena, multiplicando agudamente la sensación de
soledad que ese individuo experimenta, empujándolo aún más hacia un rincón
oscuro donde debería quedar olvidado. El gesto de llevar al que sufre de
soledad a la luz de los afectos, las emociones, la vida social, es un gesto
solidario que la sociedad en que vivimos no alienta sino que, por el contrario,
desalienta y margina, lo cual explica el hecho de que quienes padecen soledad
muchas veces prefieren ocultar o minimizar la importancia vital de su situación.
Se suele decir de muchas maneras que el
amor, la amistad, los afectos, las emociones compartidas, la vida en común,
etc. con su provisión de abrazos, besos, palabras cálidas, miradas comprensivas,
e infinidad de otros gestos que tienden en su conjunto a la conexión de la
persona con la presencia del otro, con la disponibilidad del otro como persona,
es un elemento esencial de nuestras vidas, pero al mismo tiempo la educación,
los ámbitos sociales e institucionales que hemos creado, e incluso la
institución familiar misma, giran alrededor de otros goznes que nada tienen que
ver con la necesidad de conectarse y comunicarse. Se tiene cierta asunción
inconciente de vez en cuando sobre la importancia de crear situaciones o
ámbitos que permitan el intercambio sentimental y emocional, pero no se piensa
esto con la suficiente claridad ni se desarrolla intencionalmente como objetivo
el evitar que las personas padezcan soledad.
Se ha dicho muchas veces que la ambición
de poder es natural y por lo tanto irreprochablemente inherente al individuo
humano, pero al decirlo no se ha pensado en el modo en que el fenómeno de la
soledad conduce a la postura egocéntrica y abusiva. Lo cierto es que bien
podemos esperar de las personas que viven socialmente desconectadas, que sufren
una dolorosa desconexión emocional con los demás, que su respuesta a esa
situación sea la de forzar las relaciones sociales en el sentido de sujetar al
otro por el imperio de su propia voluntad, obligando al otro a un
reconocimiento no ya solicitado sino impuesto. Del doloroso estado de soledad
pueden pasar así, las personas, a una violenta visibilización y
ostentación de si mismos sometiendo a los demás, haciendo que los demás sucumban
en una comunicación asimétrica por el ejercicio de la dominación. Con esto
quiero decir que una sociedad que cultive los afectos, las empatías, que
mitigue lo más posible mediante el amor, la solidaridad y la consideración
mutua, el aislamiento social, probablemente será siempre mucho más exitosa en
evitar las relaciones de dominación y en limitar psicológicamente la ambición
de poder y la crueldad desatada.
La vida mental en las redes sociales
parece ser una nueva respuesta frente a la amenaza de la soledad, pero en
realidad no puede ser más que un tortuoso sucedáneo si se pretende que ese sea
su principal objetivo y no el de ser simplemente una manera distante y
pobremente afectiva de comunicación. Por otra parte, cada vez más la familia
parece dar una menor respuesta a la necesidad del individuo de existir en
presencia y no en ausencia del otro, de existir en la mirada del otro,
sintiéndose conectado, comprendido, apreciado, querido. Por lo tanto, se vuelve
de gran importancia para todos el pensar en esto, en la necesidad que todos
tenemos de convivir y no solo de vivir, construyendo una sociedad permeada de
posibilidades de participación, acercamiento, confluencia. La educación misma
debe repensarse dando su lugar, su verdadera importancia, al desarrollo
afectivo, emocional y social de las personas. La inercia del anonimato juega en
contra, las estructuras de dominación que infiltran todas las relaciones humanas
juegan aún más en contra, pero eso no debe ser argumento suficiente como para
renunciar a la construcción de los lazos, y a la virtud y la dicha de vivir la
vida juntos, vivirla como algo que no se nos da por separado a cada uno sino
que se nos da como un pan sagrado que debemos compartir sentados en una misma
mesa.
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