por Hoenir Sarthou
Una mujer asesinada durante un intento de asalto al almacén en que trabajaba, un guardia de
seguridad ejecutado de un balazo en la cabeza durante el asalto a un
supermercado, una abogada asesinada en la calle, delante de sus hijas,
por resistirse a que le robaran la cartera, una pareja de paraguayos
ametrallados, en un aparente ajuste de cuentas, cuando viajaban en auto
con su hijo de siete años, una adolescente atropellada por el
descontrolado auto de la pareja paraguaya, un niño de un año, y su tío,
muertos a balazos ante la puerta de su casa en el barrio Casabó…
Ocho muertes violentas en menos de un mes. Y hablamos de los casos más
espectaculares, los que la prensa destaca por su crueldad o sinsentido.
Sin mencionar el goteo constante de otras muertes casi anónimas, que,
hasta hace muy poco, el Ministerio del Interior se contentaba con
clasificar como “ajustes de cuentas”, dando a entender que no merecían
aclaración ni investigación.
Lo que está pasando no puede ser
ignorado. Porque no se trata del nivel de violencia regular, inevitable
en toda sociedad. Para que ocurran hechos como los reseñados, en la
cantidad y con la violencia con que están ocurriendo, es necesario que
amplios sectores sociales se rijan por otras reglas, desconocidas para
la población integrada y “bienpensante”. Hablamos de barrios enteros
regidos por códigos que dictan el narcotráfico, el robo, el sicariato y
la venganza, y de una población que acepta o se adapta por temor a esos
códigos.
¿Cómo llegamos a esa situación?
Las causas son muchas.
Tantas que, a veces, uno puede sentir que no hay nada para hacer, que
todo está perdido. Veamos al menos dos de las principales.
Una de
las causas es la estúpida prohibición de las drogas, preconizada e
impuesta desde hace años por los EEUU. La prohibición les da a los
grandes delincuentes los medios para enriquecerse, y a los delincuentes
chicos los motivos para delinquir. A estas alturas, ningún daño que
cause el consumo de drogas –aún de las más duras- es comparable a los
estragos que causa la prohibición. Allí están, para probarlo, los EEUU
durante la “Ley seca”, o Colombia y ahora México en “guerra contra las
drogas”. Decenas de miles de muertos, la policía más corrupta y las
mafias más poderosas son el resultado invariable de la prohibición.
La otra causa es un error conceptual que ha cometido el Frente Amplio y
en el que ha sido acompañado por cierta “sensibilidad de izquierda”.
La izquierda ideológica ha sostenido, tradicionalmente, que las causas
del delito son sociales, básicamente la pobreza y la exclusión, y quela
represión no es el camino adecuado para prevenir el delito. Y en eso
sigue teniendo razón.
El derecho penal y la policía pueden controlar
al delito cuando quienes delinquen son una excepción, jóvencitos
inadaptados a los que hay que reeducar, personas con trastornos
psicológicos a las que hay que someter a tratamiento, y un número
reducido de delincuentes profesionales a los que hay que controlar,
reprimir y mantener a raya. En cambio, cuando la actitud infractora deja
de ser una excepción y se transforma en regla para un sector
considerable de la población, el derecho penal y la policía se vuelven
impotentes, por un lado, porque los niveles de violencia que deberían
desarrollar para cumplir su tarea exceden de los admisibles en una
sociedad democrática, y, por otro, porque la lógica delictiva y la
corrupción que la acompaña también permean a quienes deberían
combatirlas.
La cuestión, entonces, es cómo llegamos a esta
situación en que el número de personas que viven fuera de las reglas
formales de convivencia están a punto de exceder –si no las exceden ya-
las posibilidades de control.
Una de las claves está en las
políticas sociales con las que los gobiernos del Frente Amplio –y
algunas sensibilidades de izquierda que no son estrictamente el Frente
Amplio- pretendieron actuar sobre las causas del delito.
El
razonamiento acertado de que la pobreza está en el origen del delito
llevó a una conclusión mecánica errónea: se creyó que la transferencia
de dinero y otros beneficios materiales haría retroceder a las prácticas
delictivas. Grave error, porque ciertos daños del tejido social, una
vez que se producen, no se reparan por la simple distribución de
recursos materiales. La pobreza es una cosa, y la marginalidad cultural
es otra. La pobreza se supera con recursos materiales; la marginalidad
cultural no.
El error fue no entender que la gran batalla por la
inclusión social se jugaba en el campo educativo y en el laboral. Un
país en que casi tres cuartas partes de la población abandona el sistema
de enseñanza en los primeros años del nivel secundario no puede aspirar
a la inclusión social. Es así de sencillo.
Hay otros aspectos en
los que esa cierta sensibilidad pretendidamente “de izquierda” ha tenido
un papel significativo. Por ejemplo, desde hace años se tratan los
problemas sociales como reivindicaciones de ciertos colectivos
particulares (las mujeres, los “afrodescendientes”, los homosexuales).
El resultado es la desatención de las políticas sociales universales
(básicamente el sistema de enseñanza público y la promoción del
trabajo), en aras de situaciones parciales, que a menudo se presentan
como si fueran las únicas dignas de atención. Así, la enorme publicidad y
atención pública que recibió la llamada “nueva agenda de derechos”, con
causas como la legalización del aborto, el matrimonio “igualitario”, la
violencia “de género” y las reivindicaciones de grupos raciales o
sexuales, invisibilizaron otros problemas estructurales, como el de la
enseñanza y el trabajo, que afectan a los sectores sociales más
vulnerables, en especial los jóvenes de bajos recursos, y repercuten
luego en la vida de toda la sociedad.
Capítulo aparte merecen las
erráticas políticas de promoción del trabajo y el criterio politizado
con que desde el gobierno se asignan los empleos públicos. Son señales
que inspiran desconfianza y desaliento en quienes más necesitan tener
esperanza en un acceso equitativo y transparente al trabajo.
Para
terminar, los hechos demuestran lo erróneo de haber admitido que el
Ministerio del Interior minimizara la importancia de los “ajustes de
cuentas”, sin advertir que la impunidad de los ajustes de cuentas
equivale a concederles a las organizaciones delictivas el poder de
“legislar, juzgar y ejecutar” en sus zonas de influencia. De alguna
manera, el “enano fascista” que muchos llevamos dentro quería creer que
eso era algo que ocurría sólo entre delincuentes y que no afectaba a las
personas honestas. Hoy, tristemente, descubrimos que la ruptura de las
normas jurídicas que regulan la convivencia no respeta a ninguna clase
social. Las balas y los autos descontrolados pueden golpear a
cualquiera.
El conflicto con las organizaciones delictivas y con las
estructuras sociales que las rodean y sustentan ya no es un problema
policial. Es un problema político, en el que está en duda la hegemonía
cultural y la capacidad del Estado para seguir regulando a ciertas zonas
del país. Por eso, la magnitud del daño que ha recibido y está
recibiendo la sociedad uruguaya es incalculable y es difícil saber si
será reversible.
Si se quiere hacer algo, parece indispensable un
cambio en las prioridades y en los objetivos de las políticas sociales.
Un cambio que coloque a la educación (recordemos que es obligatoria) y
al trabajo como punta de lanza y objetivo central de las políticas
públicas. Sin eso, de nada servirán la policía y su “guardia
republicana”, ni los patrulleros, ni los chalecos antibalas, ni los
autoritarios “pick nics” policiales en los barrios “de contexto
crítico”, ni tampoco los cambios legislativos o las intervenciones
militares.
Insisto: es un problema de hegemonía cultural y política, no ya un problema policial.
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