jueves, 25 de febrero de 2016

La Violencia

por Hoenir Sarthou


Una mujer asesinada durante un intento de asalto al almacén en que trabajaba, un guardia de seguridad ejecutado de un balazo en la cabeza durante el asalto a un supermercado, una abogada asesinada en la calle, delante de sus hijas, por resistirse a que le robaran la cartera, una pareja de paraguayos ametrallados, en un aparente ajuste de cuentas, cuando viajaban en auto con su hijo de siete años, una adolescente atropellada por el descontrolado auto de la pareja paraguaya, un niño de un año, y su tío, muertos a balazos ante la puerta de su casa en el barrio Casabó…
Ocho muertes violentas en menos de un mes. Y hablamos de los casos más espectaculares, los que la prensa destaca por su crueldad o sinsentido. Sin mencionar el goteo constante de otras muertes casi anónimas, que, hasta hace muy poco, el Ministerio del Interior se contentaba con clasificar como “ajustes de cuentas”, dando a entender que no merecían aclaración ni investigación.
Lo que está pasando no puede ser ignorado. Porque no se trata del nivel de violencia regular, inevitable en toda sociedad. Para que ocurran hechos como los reseñados, en la cantidad y con la violencia con que están ocurriendo, es necesario que amplios sectores sociales se rijan por otras reglas, desconocidas para la población integrada y “bienpensante”. Hablamos de barrios enteros regidos por códigos que dictan el narcotráfico, el robo, el sicariato y la venganza, y de una población que acepta o se adapta por temor a esos códigos.
¿Cómo llegamos a esa situación?
Las causas son muchas. Tantas que, a veces, uno puede sentir que no hay nada para hacer, que todo está perdido. Veamos al menos dos de las principales.
Una de las causas es la estúpida prohibición de las drogas, preconizada e impuesta desde hace años por los EEUU. La prohibición les da a los grandes delincuentes los medios para enriquecerse, y a los delincuentes chicos los motivos para delinquir. A estas alturas, ningún daño que cause el consumo de drogas –aún de las más duras- es comparable a los estragos que causa la prohibición. Allí están, para probarlo, los EEUU durante la “Ley seca”, o Colombia y ahora México en “guerra contra las drogas”. Decenas de miles de muertos, la policía más corrupta y las mafias más poderosas son el resultado invariable de la prohibición.
La otra causa es un error conceptual que ha cometido el Frente Amplio y en el que ha sido acompañado por cierta “sensibilidad de izquierda”.
La izquierda ideológica ha sostenido, tradicionalmente, que las causas del delito son sociales, básicamente la pobreza y la exclusión, y quela represión no es el camino adecuado para prevenir el delito. Y en eso sigue teniendo razón.
El derecho penal y la policía pueden controlar al delito cuando quienes delinquen son una excepción, jóvencitos inadaptados a los que hay que reeducar, personas con trastornos psicológicos a las que hay que someter a tratamiento, y un número reducido de delincuentes profesionales a los que hay que controlar, reprimir y mantener a raya. En cambio, cuando la actitud infractora deja de ser una excepción y se transforma en regla para un sector considerable de la población, el derecho penal y la policía se vuelven impotentes, por un lado, porque los niveles de violencia que deberían desarrollar para cumplir su tarea exceden de los admisibles en una sociedad democrática, y, por otro, porque la lógica delictiva y la corrupción que la acompaña también permean a quienes deberían combatirlas.
La cuestión, entonces, es cómo llegamos a esta situación en que el número de personas que viven fuera de las reglas formales de convivencia están a punto de exceder –si no las exceden ya- las posibilidades de control.
Una de las claves está en las políticas sociales con las que los gobiernos del Frente Amplio –y algunas sensibilidades de izquierda que no son estrictamente el Frente Amplio- pretendieron actuar sobre las causas del delito.
El razonamiento acertado de que la pobreza está en el origen del delito llevó a una conclusión mecánica errónea: se creyó que la transferencia de dinero y otros beneficios materiales haría retroceder a las prácticas delictivas. Grave error, porque ciertos daños del tejido social, una vez que se producen, no se reparan por la simple distribución de recursos materiales. La pobreza es una cosa, y la marginalidad cultural es otra. La pobreza se supera con recursos materiales; la marginalidad cultural no.
El error fue no entender que la gran batalla por la inclusión social se jugaba en el campo educativo y en el laboral. Un país en que casi tres cuartas partes de la población abandona el sistema de enseñanza en los primeros años del nivel secundario no puede aspirar a la inclusión social. Es así de sencillo.
Hay otros aspectos en los que esa cierta sensibilidad pretendidamente “de izquierda” ha tenido un papel significativo. Por ejemplo, desde hace años se tratan los problemas sociales como reivindicaciones de ciertos colectivos particulares (las mujeres, los “afrodescendientes”, los homosexuales). El resultado es la desatención de las políticas sociales universales (básicamente el sistema de enseñanza público y la promoción del trabajo), en aras de situaciones parciales, que a menudo se presentan como si fueran las únicas dignas de atención. Así, la enorme publicidad y atención pública que recibió la llamada “nueva agenda de derechos”, con causas como la legalización del aborto, el matrimonio “igualitario”, la violencia “de género” y las reivindicaciones de grupos raciales o sexuales, invisibilizaron otros problemas estructurales, como el de la enseñanza y el trabajo, que afectan a los sectores sociales más vulnerables, en especial los jóvenes de bajos recursos, y repercuten luego en la vida de toda la sociedad.
Capítulo aparte merecen las erráticas políticas de promoción del trabajo y el criterio politizado con que desde el gobierno se asignan los empleos públicos. Son señales que inspiran desconfianza y desaliento en quienes más necesitan tener esperanza en un acceso equitativo y transparente al trabajo.
Para terminar, los hechos demuestran lo erróneo de haber admitido que el Ministerio del Interior minimizara la importancia de los “ajustes de cuentas”, sin advertir que la impunidad de los ajustes de cuentas equivale a concederles a las organizaciones delictivas el poder de “legislar, juzgar y ejecutar” en sus zonas de influencia. De alguna manera, el “enano fascista” que muchos llevamos dentro quería creer que eso era algo que ocurría sólo entre delincuentes y que no afectaba a las personas honestas. Hoy, tristemente, descubrimos que la ruptura de las normas jurídicas que regulan la convivencia no respeta a ninguna clase social. Las balas y los autos descontrolados pueden golpear a cualquiera.
El conflicto con las organizaciones delictivas y con las estructuras sociales que las rodean y sustentan ya no es un problema policial. Es un problema político, en el que está en duda la hegemonía cultural y la capacidad del Estado para seguir regulando a ciertas zonas del país. Por eso, la magnitud del daño que ha recibido y está recibiendo la sociedad uruguaya es incalculable y es difícil saber si será reversible.
Si se quiere hacer algo, parece indispensable un cambio en las prioridades y en los objetivos de las políticas sociales. Un cambio que coloque a la educación (recordemos que es obligatoria) y al trabajo como punta de lanza y objetivo central de las políticas públicas. Sin eso, de nada servirán la policía y su “guardia republicana”, ni los patrulleros, ni los chalecos antibalas, ni los autoritarios “pick nics” policiales en los barrios “de contexto crítico”, ni tampoco los cambios legislativos o las intervenciones militares.
Insisto: es un problema de hegemonía cultural y política, no ya un problema policial.

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