por
Soledad Platero Puig
Una
cosa que hay que admitir antes que nada es que el modo en que somos
interpelados condiciona y formatea la idea que tenemos de nosotros
mismos y establece, nos guste o no, el lugar que ocupamos en el
mundo. No hay, por lo tanto, ninguna inocencia (aunque pueda haber
ignorancia o indiferencia) en la elección de los nombres con que se
nos invoca o de los adjetivos con que se nos adorna. En la
expresión “países subdesarrollados” o en la frase “un hombre
que se cambió legalmente el sexo” está implícita la aceptación
de una línea que traza el más acá o más allá de lo bueno, de lo
normal y de lo deseable. Hay países desarrollados y países que no
alcanzan esa calificación. Hay hombres, hay mujeres y hay simulacros
de hombres y mujeres. Las palabras hacen cosas, operan en la
realidad, así que la aceptación sostenida de ciertos nombres y
ciertas categorías en el lenguaje tiene, nos demos cuenta o no, un
correlato en la vida de las personas y en el comportamiento de las
sociedades.
El
problema de aceptar esa verdad indiscutible es que nos pone en riesgo
de sustancializarla al punto de creer que cambiando las palabras
vamos a cambiar también las injustas relaciones implícitas en
ellas.
El
martes pasado, una nota de opinión firmada por Felipe Arocena y
publicada en La Diaria ponía en discusión el concepto de
subdesarrollo asociado a América Latina y observaba que nuestro
continente es rico en expresiones culturales así como en bellezas y
recursos naturales, que tiene todos los climas, todas las razas y
todos los ecosistemas, además de poderosas mitologías y reconocidos
artistas, y que, por tanto, mal podría considerárselo
“subdesarrollado”. La idea de una América Latina
subdesarrollada, entonces, debería rastrearse en “la lógica de la
colonización”, cuya estrategia es la de desvalorizar lo
conquistado, y cuyo éxito es total cuando el colonizado acepta y
reproduce la idea dominante, asumiéndose como subdesarrollado.
No
cabe duda de que la hipótesis de Arocena es correcta. El problema,
entiendo, es que es insuficiente. Es decir: que la estrategia del
poder incluye la desvalorización del subalterno es una verdad
innegable. Lo que no creo es que alcance con subvertir ese orden para
revertir la despareja relación entre oprimidos y opresores, o
dominantes y subalternos. Porque es verdad que las palabras y las
categorías legitiman el poder, y es verdad, también, que el
discurso organiza el mundo, pero no es tan verdad que cambiar las
palabras pueda operar la magia de debilitar el poder y modificar la
organización del mundo.
Por
lo pronto, hace ya unos cuantos años que los organismos
multilaterales dejaron de usar, para referirse a los países de
América Latina, la palabra “subdesarrollados”. Se instalaron en
el discurso expresiones más amables –más optimistas–, como
“países en vías de desarrollo” o incluso “países
emergentes”. Pero esa modificación de las construcciones
lingüísticas vino acompañada de teorías que señalaban lo
inconveniente –desde el punto de vista del desarrollo– de
que hubiera grandes masas de pobres. Los pobres, como cualquiera
puede observar, tienen serias dificultades para contribuir al
desarrollo, puesto que no consumen. No son demasiado capaces de hacer
funcionar la rueda de la fortuna del mercado. Los cambios en la
calificación de los países, entonces, fueron acompañados por
recomendaciones de combate a la pobreza extrema que, a su vez, fueron
acompañadas, en muchos casos, de fondos destinados a ese fin (fondos
que no necesariamente se tramitaron a través de los gobiernos, sino
que circularon a través de organizaciones de la sociedad civil,
fundaciones y asociaciones sin fines de lucro). Al mismo tiempo, el
discurso del empoderamiento se daba la mano con el del
emprendedurismo, arengando a cientos de miles de desharrapados para
que fueran constructores entusiastas de su propio destino.
Claro
que no todo es oscuro en este relato. Ciertamente, la arenga, la
teoría y los fondos consiguieron arrancar a muchos de la pobreza
extrema. Lo que no consiguieron fue modificar en nada el sistema que
los había puesto ahí. Los pobres son hoy, tal vez, un poco menos
pobres, pero los ricos son inconmensurablemente más ricos y la
ecuación que produce la pobreza sigue largando al ruedo cada vez a
más gente, aunque esa gente haya logrado tener la nariz uno o dos
centímetros más arriba del agua.
En
estos días circuló una declaración pública firmada por la Unión
Trans del Uruguay (UTRU) que respondía a una columna de opinión
publicada el 6 de febrero en el diarioEl Telégrafo de Paysandú.
Con gran claridad, el texto repasaba (y demolía) las infelices
expresiones del columnista de El Telégrafo y argumentaba a
favor del derecho que toda persona tiene a ser reconocida según el
género en el que se reconoce. Yo comparto completamente la posición
de UTRU, y creo que lo que hay detrás de esa obsesión por
explicitar cuestiones como la operación de cambio de sexo no es sino
miedo a la confusión. Lo que hay detrás de la argumentación de un
señor que dice que una persona trans no debe participar del mismo
concurso de belleza del que participa una mujer “de nacimiento”
es, lisa y llanamente, miedo. Horror al equívoco que pueda
encontrarlo sintiéndose atraído por alguien que, en el fondo, es de
su mismo sexo. Horror a la idea de que podría, sin querer,
enamorarse de una persona sin estar seguro de lo que lleva debajo de
la ropa. Es miedo, y el miedo siempre mueve lo peor de nosotros.
Sin
embargo, hay que admitir que lo que es un logro desde el punto de
vista de los derechos –que las personas trans puedan
participar de un concurso de reinas– no deja de ser, al mismo
tiempo y desde el punto de vista de la emancipación de la mirada
patriarcal, un fracaso. La forma en que se ejerce el derecho es, en
sí misma, reproductora del esquema patriarcal que pone a las mujeres
en la pasarela y las acostumbra a valorarse según la mirada
objetalizante del varón.
Nada
es tan sencillo cuando se trata de palabras, discurso y opresión. No
hay magia en las palabras, aunque porten la poderosa carga del
símbolo. Y es necesario tener en cuenta que por algo la gobernanza
mundial ha sido tan generosa en eso de impulsar derechos, y tan poco
dada a plantear la injusticia estructural del sistema.
Cuando
la poderosa Alemania mira por encima del hombro a Grecia y la trata
como subdesarrollada no está, seguramente, ignorando la exquisita
riqueza de la cultura griega ni su papel central en la construcción
de los conceptos más importantes de la sociedad occidental. Lo que
diferencia los estadios de desarrollo de Alemania y Grecia no es el
capital cultural, sino el capital a secas. La razón material no
debería ser nunca soslayada. Por eso, cuando batallamos por las
palabras deberíamos hacer un lugar, también, para las condiciones
materiales que perpetúan la injusticia, y deberíamos preguntarnos
cuánto de lo que estamos reclamando trabaja a favor de la
emancipación. Porque empoderarnos para reproducir el sistema no
sería buen negocio.
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