Sin embargo, el odio de Peralta hacia los judíos ya se había exteriorizado de otras formas, así como su locura, su manía persecutoria y su necesidad urgente de llamar la atención. El asunto es que no le llamó la atención a nadie, porque todo pueblo tiene uno o dos locos y media docena de tipos raros. Y porque hay odios que ya están naturalizados, y el odio al judío es uno de ellos.
Es claro, a esta altura, que el ataque de Peralta no forma parte de una operación terrorista, pero es verdad que pasó sin pena ni gloria entre tanto acontecimiento más fácil de transformar en escándalo. Y peor aun: los pocos intercambios alrededor del episodio pasaron por alto el crimen para transformarse en una revisión de cuentas entre los que apuntan los crímenes de Israel contra los palestinos y los que anotan prolijamente las muestras de solidaridad con otros colectivos, comparan y calculan cuánto se les quedó debiendo. Otras formas de la indiferencia, me temo.
El lunes de madrugada, una pareja de dominicanos fue baleada en un local bailable de la calle Florida, en Montevideo. Los dos –una mujer de 32 años y un hombre de 36, según Subrayado– están internados en un hospital, graves. Hasta el momento en que escribo esta nota no se sabe quién los atacó, ni por qué. Los vecinos dijeron a la prensa que el sitio en el que estaban tiene “dudosa reputación” y que “el ambiente genera sospechas”, aunque la Policía nunca recibió una denuncia de actividades ilícitas en el local. Es probable que la cosa caiga rápidamente en alguna de las bolsas tranquilizadoras que tenemos para estos casos: “cuestiones del momento”, “ajuste de cuentas”, “droga”, “lío de faldas”, “crimen pasional”. Alguna de esas formas verbales ya lexicalizadas que sirven para despachar rápido lo que les pasa a los otros. A los que se ponen, irresponsablemente, en peligro.
El jueves 10 de marzo se cumplieron cuatro años del asesinato de Gabriela, una transexual de 37 años, en el Parque Roosevelt. Tenía dos balazos en la nuca y la cabeza destrozada. En la misma zona habían baleado, pocas semanas antes, a Jacqueline, conocida como la Brasilera, otra transexual. En setiembre de ese mismo año –2012– apareció, con quemaduras y un balazo en la nuca, el cuerpo de una chica trans de 25 años, en la zona del Prado. Era la quinta víctima trans de ese año. La alarma social nunca se disparó.
Todas estas muertes pueden desencadenarse, sin duda, por “cuestiones del momento” (todo, en última instancia, se desencadena por cuestiones del momento), pero son posibles porque la indiferencia o el miedo nos mantienen en silencio cada vez que la violencia simbólica se hace presente, aunque sea en formas menos brutales o extremas.
Omar Peralta enloqueció y mató, pero no mató a cualquiera: mató a un judío. Podía, claro, haber dirigido su odio a cualquier otro grupo (a los homosexuales, a las prostitutas, a los extranjeros, a los negros) y lo más probable es que la tolerancia social hubiese sido la misma. Sin ir más lejos, basta darse una vuelta por los comentarios de la mayoría de los foros de los sitios de prensa para ver cómo muchos participantes hablan, por ejemplo, de “los pichis”. No sé cuándo empezó esa indiferencia, esa despreocupación por la suerte del otro, esa distancia que tanto se manifiesta en el silencio como en el comentario cínico y superado. Lo que sí sé es que de la mano de esa indiferencia crece el miedo a la violencia “gratuita”, que es la que cae sobre las personas comunes y corrientes que no andan en ambientes poco recomendables ni pertenecen a colectivos minoritarios.
Hace ya unos cuantos años que las organizaciones de la sociedad civil impulsan medidas reparatorias para las colectividades históricamente desfavorecidas. El proceso hacia la visibilización, primero, y la reparación, después, fue largo y accidentado, y no alcanzó, todavía, a todos los “vulnerables” (a los pobres, sin ir más lejos, no los representa nadie, así que el Estado toma, o no, la iniciativa para “repararlos”). Estamos lejos, no sé ni si hay que decirlo, de la justicia o la equidad. Pero en ese camino de reivindicaciones y reparaciones se fragmentó y atomizó la lucha, y hay una parte demasiado grande de la sociedad que se siente ajena a todo, mientras demasiadas partes pequeñas forcejean, inmersas en sus propias demandas. “Inclúyanme afuera”, decía uno, queriendo decir que se lavaba las manos.
Hace tiempo que perdimos de vista al otro, y no queremos ver que el otro es cualquiera. Que somos todos.
Fuente: carasycaretas.com