Por Oscar Larroca
Luego de que un periodista amigo me explicara que hay términos que
mutaron, o que directamente desaparecieron del vocabulario
(historicista, psicoanalítico, político, etc.), sentí una sensación
bastante indefinida que tiene que ver, en todo caso, con un avance de lo
ilimitado, de todo aquello que no soporta conceptos clasificatorios.
Que no tolera límites. Y dicho así, a la ligera, el límite es algo
necesario a combatir. A menudo se cree que el “límite” (palabra
bastardeada, si las hay) es como un muro
“pinkfloydiano” que se levanta entre la libertad y la opresión. Es
necesaria sin embargo, esa línea divisoria que se instala como un
horizonte entre dos áreas distintas mediante la observación previa de
las diferencias:
entre la corrección política y la fundamentación científica,
entre lo público y lo privado,
entre lo psicótico y lo festivo,
entre el consumo y el progreso,
entre el vértigo y la espera,
entre el derecho y la verdad,
entre el arte y la vida,
entre la ficción y la realidad.
¿Para qué sirven los límites’? Cambiemos la palabra límite por la
palabra juicio (otro término denostado y calificado de policíaco), y
luego cambiemos éste último por “crítica”.
La crítica se instala (ante una situación específica) mediante el uso de la razón; del “pienso”.
Y esto es a la postre lo único que importa: que se pueda pensar, que se
pueda ejercer el sentido; sin ocultar las diferencias. Algunos
conflictos se podrán ir resolviendo mediante la dialéctica. Otros,
todavía son complejos de satisfacer, y aunque exista la imperiosa
necesidad de dirimirlos, eso no se resuelve con decretos, torciéndole
el brazo a la ley o al lenguaje.
Dice Sandino Núñez: “Es obvio que
la Ley (en el sentido que manejamos acá esa palabra) supone un recorte,
una limitación al libertad psicótica absoluta del hablante, y esa
limitación es, precisamente, lo que permite inscribir mi habla o mi
discurso en las formas colectivas o públicas del lenguaje. Si esa Ley no
existe estamos en una dinámica de lo ilimitado.”
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